Opinión
Defensa de la democracia

Hay amenazas reales contra los ideales e instituciones básicos de una república democrática. Algunas son groseras, como el asalto al Capitolio, pretender derrocar a un gobernante electo o sostener dictaduras como la venezolana (por más que la ministra Vallejo se resista a llamarla así). Otras son más sutiles, como alterar las reglas electorales a pocos meses de concurrir a las urnas. En cualquier caso, basta reparar en estos ejemplos para notar lo obvio: es fácil ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.

Defensa de la democracia

“La defensa de la democracia”. Ese fue el argumento que esgrimió Joe Biden para justificar su tardío abandono de la carrera presidencial. En sus palabras resuena la narrativa de moda en el progresismo contemporáneo, dentro y fuera de Chile: ante la amenaza de la “ultraderecha” —un bolsón de payaso cada vez más laxo—, urge impedir su ascenso al poder. A primera vista se trataría de un mensaje persuasivo, en especial considerando la decadente práctica política de figuras como Trump. Pero, ¿lo es? ¿Acaso no hay puntos ciegos en esa retórica que busca dividir a héroes y víctimas, por un lado, y villanos y victimarios por otro?

La interrogante es pertinente considerando la dudosa eficacia de ese discurso, que conduce a despreciar a los electores del adversario. De hecho, Hillary Clinton ya pagó costos en sus días de candidata por tratar a la mitad de los votantes republicanos como una “cesta de deplorables” (una versión norteamericana del “facho pobre” criollo). Por lo demás, esa clase de actitudes favorece otro punto ciego relevante: ignorar que existen motivos legítimos para mirar con distancia a los referentes predilectos del establishment

En efecto, si se asume sólo odio, resentimiento u otras bajas pasiones en aquel tipo de votantes, difícilmente se podrá comprender el abandono de vastos sectores populares que hoy padece el progresismo a lo largo y ancho del orbe. Nuestro país no es la excepción: según la reciente encuesta Pulso Ciudadano, apenas un 15.4% apoya al gobierno de Boric en los segmentos D-E. ¿Por qué ocurre esto? ¿Influye, por ejemplo, la creciente hostilidad de las elites progresistas —en Chile, en U.S.A. y en Francia— contra las creencias religiosas y en particular cristianas? ¿No valdría la pena al menos formular esta clase de preguntas?

A ese defecto sociológico se suma otro de índole conceptual: pertenece a la propia naturaleza de la democracia discutir acerca de su significado. Y, por lo mismo, tal como ha subrayado recientemente el intelectual español Daniel Innerarity, “no es muy democrático presentar la propia posición ideológica como equivalente a la democracia y la del adversario como antidemocrática” (El Correo, 21 de julio).

Desde luego, esa discusión tiene límites: hay amenazas reales contra los ideales e instituciones básicos de una república democrática. Algunas son groseras, como el asalto al Capitolio, pretender derrocar a un gobernante electo o sostener dictaduras como la venezolana (por más que la ministra Vallejo se resista a llamarla así). Otras son más sutiles, como alterar las reglas electorales a pocos meses de concurrir a las urnas. En cualquier caso, basta reparar en estos ejemplos para notar lo obvio: es fácil ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.

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