Meter más gente en cárceles hacinadas podría hacer crecer el crimen organizado; poner “mano dura” puede generar divisiones en las bandas que las terminan multiplicando. El problema no es sencillo, tampoco las soluciones. Por lo mismo, urge formular las preguntas adecuadas y trabajar seriamente para responderlas.
Max Weber decía que los Estados se definen por su capacidad de manejar el monopolio de la violencia legítima en un territorio determinado. Pero esa conceptualización parece funcionar más como un ideal que como una descripción precisa. Incluso en los países más desarrollados —por ejemplo, el caso de Suecia— el Estado está experimentando enormes dificultades para controlar la seguridad y el orden público. América Latina no es la excepción: somos la región más violenta del mundo desde hace varias décadas. Y países que eran considerados ejemplo de estabilidad y capacidad estatal —como Chile, Uruguay y Costa Rica— están alcanzando niveles de violencia y de crimen organizado muy por encima de sus promedios históricos.
La investigación académica sobre crimen organizado en América Latina se ha centrado principalmente en los casos más llamativos, como Brasil, México, Colombia y El Salvador. Así, las teorías que se han construido para explicar el fenómeno están generalmente basadas en contextos con producción de droga, violencia endémica, instituciones altamente permeables a la corrupción y la extorsión y estados históricamente débiles. Aunque se trata de estudios sumamente valiosos, todavía queda mucho por comprender sobre el funcionamiento del crimen organizado en contextos distintos y relativamente inesperados, como es el caso de Chile. Por lo mismo, nuestro foco no debiera estar en replicar acríticamente las fórmulas o diagnósticos que ofrecen los casos de referencia, sino en entender las particularidades del fenómeno en nuestro país.
Hay muchas peculiaridades. Por ejemplo, se suele asumir que las bandas criminales tienen algún vínculo previo con las personas que viven en los lugares que controlan. La llegada de bandas extranjeras, sin embargo, muestra un escenario distinto en Chile: grupos externos llegan a tomar el control en contextos de profundas diferencias culturales y que atraviesan procesos previos de deterioro a nivel territorial. En algunos casos se ha sugerido que el vínculo entre los delincuentes y las personas que habitan en los espacios que manejan genera efectos en el modo en que ejercen la violencia: si hay relaciones previas, los delincuentes parecieran ser más pacíficos. ¿Explica esto en alguna medida el aumento de la violencia y la introducción de un nuevo tipo de criminalidad en Chile? ¿Cómo lograron estas bandas tomar el control en lugares donde carecían de vínculos previos? ¿Cuál es la relación que están construyendo las bandas extranjeras con las personas que habitan en los territorios que controlan? ¿Están logrando construir alguna clase de legitimidad a nivel social? ¿Qué pasó antes que fue posible que esos grupos llegaran a instalarse?
Otro aspecto relevante es el modo en que estas bandas ejercen control territorial. Muchos estudios muestran que, a menudo, los grupos criminales vienen a reemplazar algunas funciones de gobierno. Estas van desde mantener el orden y la seguridad, crear tribunales de justicia que emulan el funcionamiento de las cortes nacionales —el Primer Comando Capital brasileño es un caso paradigmático en esto— hasta cobrar impuestos o permitir el acceso a los servicios públicos. Aunque parece evidente que bandas chilenas cumplen algunas de estas funciones, es menos claro el modo en que las múltiples organizaciones criminales extranjeras lo hacen. En general, las organizaciones criminales ofrecen orden y seguridad porque les permite mantener al Estado lejos del territorio que controlan. Si no hay problemas, no llega la policía. ¿Están ejerciendo este tipo de control las bandas extranjeras? ¿Cuáles son sus motivaciones? ¿Lo hacen con la venia del Estado o simplemente el aparato estatal se está viendo superado por una realidad imposible de contener con las herramientas actuales?
Esto se vincula también con el modo en que las organizaciones criminales chilenas se vinculan con las bandas extranjeras. Aunque esto depende de las bandas y de los territorios —el crimen organizado del norte no es el mismo que el de Santiago o el sur—, la forma en que estas bandas se relacionan es fundamental para intentar prever hacia donde se dirige el fenómeno. ¿Hay cooperación entre ellas? ¿Compiten? ¿Una mezcla de las dos? ¿Las bandas chilenas tercerizan la violencia en los grupos extranjeros? ¿Hay alianzas entre bandas extranjeras más grandes para delinquir en Chile? Todavía es pronto para saberlo, pero es probable que exista una especie de traspaso cultural entre los grupos criminales, que haya ciertas simbiosis que son fundamentales de investigar.
Las preguntas no se acaban acá, pero responderlas puede ser crucial para comprender el problema que atravesamos y encontrar soluciones que sean aptas para nuestro contexto. Muchas veces se piensa que creando más cárceles o poniendo más “mano dura” —sea lo que sea que eso signifique— podremos enfrentar adecuadamente el crimen organizado. Sin embargo, esas aparentes soluciones no necesariamente mejorarán las cosas. Meter más gente en cárceles hacinadas podría hacer crecer el crimen organizado; poner “mano dura” puede generar divisiones en las bandas que las terminan multiplicando. El problema no es sencillo, tampoco las soluciones. Por lo mismo, urge formular las preguntas adecuadas y trabajar seriamente para responderlas.