Opinión
Controlar las cárceles

Si el Estado no controla adecuadamente las cárceles alguien más lo hará en su lugar. En otras palabras, cuando el Estado desaparece los vacíos de poder y la anarquía no son eternos, pues comienza a operar la ley del más fuerte y los distintos grupos criminales empiezan a disputarse la autoridad.

Controlar las cárceles

La decapitación de un reo en la cárcel de Concepción levanta muchas preguntas incómodas sobre el estado actual de nuestros recintos penitenciarios. Pese a que el ministro de Justicia, Jaime Gajardo, aseguraba el domingo que el Estado tiene todo el asunto bajo control, la realidad de nuestras cárceles no respalda su temeraria afirmación.

Más allá de si el brutal homicidio es un hecho aislado o no, existen varios episodios recientes que ponen en duda las palabras del ministro. Por ejemplo, en un informe de marzo pasado sobre el estado actual del penal Santiago Uno, el juez Fernando Guzmán detallaba un escenario brutal de violencia física, extorsión y reglas propias que revela una ausencia preocupante del Estado. Asimismo, el motín de hace algunos meses organizado por miembros del Tren de Aragua en la Cárcel de Alta Seguridad también evidencia las fragilidades de nuestro sistema carcelario.

Las razones que explican la situación de los recintos penitenciarios son múltiples y van desde un abandono por parte de la política a Gendarmería (lo que no libera a esta institución de sus propios problemas) hasta la modificación de los patrones de criminalidad en Chile producto del arribo de bandas extranjeras. Las cárceles son un problema en nuestro país desde hace bastante tiempo, pero nadie sabe muy bien cómo enfrentarlo. De hecho, durante el fin de semana se cumplieron 14 años del incendio en la cárcel de San Miguel que dejó 81 muertos; sin embargo, las dificultades y desafíos no parecen haber cambiado demasiado desde entonces.

Una de las consecuencias más preocupantes de esta dinámica es que si el Estado no controla adecuadamente las cárceles alguien más lo hará en su lugar. En otras palabras, cuando el Estado desaparece los vacíos de poder y la anarquía no son eternos, pues comienza a operar la ley del más fuerte y los distintos grupos criminales empiezan a disputarse la autoridad. La cárcel es un lugar donde esa lucha es especialmente fuerte y sangrienta, pues conviven en espacios reducidos distintas bandas rivales y grupos con múltiples intereses contrapuestos. Por esta razón, el problema del Tren de Aragua (o de cualquier otra banda extranjera) no se acaba encerrando a sus líderes en las cárceles. El ingreso de estos delincuentes a distintos penales del país también puede alterar los equilibrios de poder existentes, generando alianzas, iniciando competencias y creando disputas que tarde o temprano terminan reflejándose en lo que ocurre fuera de las cárceles.

Lo que pasa en las cárceles, pasa en las calles. Se vuelve indispensable, entonces, que junto con detenerlos existan planes para contener todos los efectos adversos que generan estos liderazgos al interior de un penal. Entre otras cosas, esto implica distribuir a los presos por el país de tal modo que el rearme de las bandas criminales se vuelva una opción virtualmente imposible.

Los recintos penitenciarios también son un lugar importante para generar dinero, lo que aumenta las probabilidades de disputas violentas entre los distintos grupos. Como ha sugerido el investigador Pablo Zeballos, controlar el tráfico de drogas al interior de un centro penitenciario puede ser un negocio especialmente lucrativo por dos razones. En primer lugar, en cada cárcel vive un porcentaje alto de consumidores de droga. En segundo lugar, en la cárcel la droga se puede vender a precios realmente exorbitantes.

Al mismo tiempo, no es ninguna novedad que muchas veces las cárceles son espacios que fortalecen el crimen en lugar de combatirlo. De hecho, las bandas suelen pensar las cárceles como lugares de rearticulación desde donde tomar fuerza para volver a operar. Por esta misma razón, muchos delincuentes no perciben su privación de libertad como un castigo, sino que simplemente como un paso necesario y evidente de una larga carrera criminal. En América Latina abundan los ejemplos de cárceles que funcionan como base de operaciones de organizaciones criminales (y que están absolutamente controladas por ellas). El caso del Primeiro Comando da Capital (PCC) en Brasil es emblemático. El PCC fue fundado en una prisión en Sao Paulo en 1993 como respuesta a las condiciones inhumanas de las cárceles brasileñas y los abusos de las autoridades. En la actualidad, el PCC es una de las organizaciones criminales más poderosas del continente: controla muchos recintos penitenciarios, influye en política, participa en múltiples negocios ilícitos y sus redes se han extendido bastante lejos de Brasil. De manera similar, aunque en una escala mucho menor, el Tren de Aragua operaba desde la cárcel de Tocorón en Venezuela, donde había establecido su centro operativo.

Basta observar superficialmente el contexto latinoamericano para notar las consecuencias que implica perder el control de las cárceles. Ecuador es un ejemplo reciente y trágico de cómo una crisis penitenciaria puede desbordarse e inundar la sociedad. Aunque los presos no se escapan en masa de nuestros centros penitenciarios como en otros lugares, nuestro Estado está lejos de controlar lo que pasa dentro de ellos. No sigamos esperando nuevas atrocidades como la del reo decapitado o un motín sangriento para reaccionar. Se nos acaba el tiempo.

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