Opinión
Basurear el estallido

A cinco años de distancia tal vez sea este el punto en el que más se deba insistir. El rechazo al vandalismo y la violencia política es un mínimo ciertamente esencial. Pero una política del voluntarismo entusiasta y del slogan fácil son parte igualmente constitutiva de nuestra degradación y se encuentran en el corazón del hito recordado esta semana.


Basurear el estallido

“La batalla cultural para reescribir y basurear la historia del estallido a la pinta de las élites está en marcha”, escribía hace dos años el exconvencional Jorge Baradit. Acostumbrado a usar la historia como arma de guerra, no podía imaginar que la ciudadanía misma fuera a ir cambiando su percepción de lo que había ocurrido; algún agente oscuro tenía que estarla empujando en esa dirección. El hecho, en todo caso, es que esa percepción ha cambiado dramáticamente. Ha cambiado el ánimo y las prioridades, y también la relación con el vandalismo y saqueo que asoló las principales ciudades del país.

El asunto es palpable y además está bien documentado en los varios estudios de opinión de las últimas semanas. En la mirada retrospectiva predominan la rabia y la tristeza, pues la degradación del país –que obviamente ya existía– se ha acelerado en lugar de dar un giro. Por lo que respecta a las prioridades, la economía y la seguridad han devorado el resto de la agenda, también eso movido por estallido y sus coletazos (como el creciente poder del crimen organizado). El caso de la violencia es algo menos nítido, pero también aquí el cambio es importante. Es cierto que un tercio de la ciudadanía, según muestra un estudio de Criteria, sigue aferrado a que solo mediante ella era posible hacerse oír. Buena parte del actual oficialismo quisiera además dar vuelta esta página sin haber hecho jamás una autocrítica a la altura de su responsabilidad. Pero al margen de estos significativos grises, en el grueso de la población se ha expandido el rechazo a esos notorios actos de los que algunas comunas no han podido recuperarse. Pocos hitos, en efecto, han envejecido tan rápido y tan mal como el 18 de octubre.

¿Se salvan, en cambio, el 25, “la marcha más grande de Chile” y otros momentos comparables? Así lo quisieran recordar algunos: una minoría violenta que naturalmente hay que condenar, pero una mayoría que se volvió consciente de las tensiones del país. El error de esa mirada no está en su reconocimiento de los severos problemas del país, patentes entonces como ahora. Su punto ciego, más bien, es que la violencia física está lejos de ser el único modo de acción política que degrada la vida en común hasta hacerla imposible. Y las restantes formas de degradación –mal que pese a algunos– fueron igualmente protagónicas durante el estallido. El aspecto festivo, que muchos asocian con el viernes 25 y otros episodios, no escapa a eso. El espíritu del 25 se resiste tanto como el del 18 a la mediación política, a la democracia representativa y el debate razonado. Se resiste tanto como el del 18 a mirar el pasado de manera diferenciada, se opone tanto como el 18 al ejercicio de la autoridad, hoy indispensable en todos los ámbitos de la vida social.

A cinco años de distancia tal vez sea este el punto en el que más se deba insistir. El rechazo al vandalismo y la violencia política es un mínimo ciertamente esencial. Pero una política del voluntarismo entusiasta y del slogan fácil son parte igualmente constitutiva de nuestra degradación y se encuentran en el corazón del hito recordado esta semana.


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