Pocas horas después de la trágica muerte de Sebastián Piñera el 6 de febrero de 2024, Ascanio Cavallo sugirió, primero en Tele13 Radio y luego en La Tercera, que en medio del duelo y el dolor bien podía estar gestándose un mito —una leyenda— para las derechas y para el país. Conviene tomarse en serio esa posibilidad, considerando las aciagas circunstancias en que falleció el exmandatario y la masiva e inesperada reacción popular posterior. Lo propio ocurre con el eficaz manejo de las catástrofes que caracterizó a Piñera y su contraste con la deficiente gestión del Frente Amplio. Que en sus últimas horas de vida haya buscado colaborar con la reconstrucción de la Vª región, azotada por graves incendios forestales, solo confirma el punto de Cavallo.
Más allá de los valiosos gestos del presidente Boric en esos solemnes días de duelo nacional, el cuadro descrito representa algo bastante cercano a una pesadilla para su alianza de gobierno; y, a la inversa, una clara oportunidad para los diversos grupos que integran la oposición. No obstante, conviene tener cuidado. Ciertamente los mitos dotan de discurso y legitimidad, pero también pueden enceguecer u obnubilar. Así como ayudan en el plano simbólico y retórico, tienden a dificultar las aproximaciones equilibradas.
De cara a los desafíos electorales venideros, las derechas deberían apuntar precisamente a una aproximación de esa índole, consciente de los matices y precisiones del caso. Después de todo, su misión no es solo ganar alcaldías, escaños parlamentarios y volver a La Moneda, sino que ofrecer gobernabilidad al país. Y esto exige aprender de la trayectoria política de Sebastián Piñera, en especial de sus dos mandatos. El mito por sí solo es insuficiente de cara a esa tarea.
Las líneas que siguen buscan ayudar en ese propósito. Naturalmente, se trata de un ejercicio provisorio y parcial, pero la convicción subyacente es que si se desea dibujar un horizonte de futuro resulta indispensable saldar las cuentas con la propia biografía. Es lo que advirtió con lucidez hace algunos años, y desde la otra vereda, la actual ministra Carolina Tohá. Hablando de la centroizquierda, afirmó en La Tercera que “no puedes ser una fuerza política ni hablar en propiedad sobre el futuro si no tienes un relato coherente sobre tu trayectoria y tu protagonismo en el pasado inmediato”. Ya sabemos cómo finalizó la fenecida Concertación. Si las derechas, y en particular Chile Vamos, no quieren seguir el mismo derrotero, es preciso volver la vista hacia atrás sin temor a la crítica ni a la autocrítica. Es el único modo de aprender del pasado.
Octubre (o la historia corta)
Desde el punto de vista estrictamente político, quizás el legado más destacado del expresidente Piñera sea su férreo compromiso democrático, hoy valorado desde Gabriel Boric a la derecha. “Un demócrata desde la primera hora”, dijo el actual mandatario después del fallecimiento de su predecesor. Nadie vislumbró este abrupto cambio de escenario: hace menos de cinco años, una porción no menor de la izquierda soñó con derrocar a quien por esos días se calificó de “dictador” y violador “sistemático” de derechos humanos. Si dicho derrocamiento fue una posibilidad real, si por primera vez desde la restauración democrática se temió que un jefe de gobierno fuera derribado de facto, no fue solo por la destrucción, el vandalismo y el pillaje que azotaron al país, sino también por la complicidad activa o pasiva de muchos dirigentes de izquierda y centroizquierda que ejercieron la oposición más desleal de las últimas décadas. El expresidente Piñera se jugó por la continuidad institucional en las circunstancias más adversas, y eso también es funcional al mito que vislumbra Cavallo.
No debe menospreciarse la importancia política y simbólica de este nuevo contexto. Es preciso recordar que desde 1990 el país abrazó de modo progresivo el “Nunca más”, concebido como promesa y compromiso democrático de futuro: nunca más violaciones a los derechos humanos, ni golpes de Estado ni validación de la violencia como método de acción política; y el expresidente Piñera desempeñó un papel relevante al respecto (volveremos sobre esto en el siguiente apartado). Sin embargo, dicha promesa se fue erosionando de la mano de la ruptura de los consensos de la transición. Este deterioro alcanzó su punto más alto en 2019. Baste recordar que el PC exigió la renuncia de la máxima autoridad del país e intentó, en conjunto con las izquierdas, acusarlo constitucionalmente en dos ocasiones, sin contar la decena de juicios políticos contra sus ministros antes y después de la pandemia. A diferencia del ciclo político iniciado en 1988/1990, ya no es la derecha quien deberá dar prueba de sus credenciales democráticas.
De ahí que sea muy tosco e injusto denunciar, como se decía pública y solapadamente en círculos de derecha —sobre todo de republicanos—, que el exmandatario se limitó a “entregar la Constitución”. Se trata de una imputación liviana, que olvida la magnitud de la crisis y la angustia que atravesaba el país la primera quincena de noviembre de 2019. Ahí, cuando se padecían los días más violentos después del 18 de octubre y se requería una salida al conflicto político y social más grave en 30 años, la oposición de la época exhibió una mezquindad inédita en la nueva democracia chilena. En concreto, desde la DC al PC se sujetó todo diálogo a su propia agenda, impuesta por la “vía de los hechos”: “plebiscito, asamblea constituyente y nueva constitución” (“Declaración pública”, 12 de noviembre de 2019). Todo ello dejó escaso margen de maniobra al Ejecutivo.
Con todo, en la generación de esas condiciones, la derecha, y en particular Chile Vamos, tuvo su cuota de responsabilidad. Es un hecho que el manejo de La Moneda en los días posteriores al 18-O estuvo marcado por la ineficacia y la desorientación, al punto de que se produjo un vacío de poder jamás visto desde la restauración democrática. Guste o no, en esos días el Ejecutivo no consiguió ni garantizar el orden público ni erradicar los abusos policiales. En términos generales y aún más ingratos de recordar, el país que estalló en 2019 fue regido dos veces en la década previa por la centroderecha, y en la hora más oscura Piñera y su gabinete tuvieron poco que decir. Esto no es anecdótico: en democracia, la principal arma del dirigente político es la palabra. Sin discurso ni mensaje no hay orientación posible, ni para los cuadros propios ni para la sociedad en general.
Ciertamente en dicha década Piñera y sus gobiernos realizaron aportes valiosos en el plano económico y social, que hoy relucen ante el estancamiento imperante. Entre otros, es pertinente mencionar la reconstrucción luego del terremoto de 2010, el rescate de los mineros, la reactivación económica, los liceos bicentenarios y el posnatal de seis meses en su primer mandato —ahora considerado un “desde”, pero muy disputado en su minuto—; y el mundialmente reconocido proceso de vacunación masiva, el perfeccionamiento del registro social de hogares y la aprobación de la Pensión Garantizada Universal (PGU) bajo su segunda administración.
Sin embargo, también es verdad que, luego del balotaje que lo llevó por segunda vez a La Moneda, Piñera y su equipo cayeron en la llamada “borrachera electoral” —tal como antes le pasó a la expresidenta Bachelet y, sobre todo, a la Convención de 2022—, esto es, en aquella desorientación que lleva a confundir apoyos electorales puntuales con una inexistente adhesión total y permanente. Así, en 2018 nombró un gabinete cuyo centro de poder residía solo en su círculo de confianza personal, y con un desafortunado sello “sin complejos” en carteras muy sensibles para la agenda social. En relación con ella, lo más grave fue el olvido de la “clase media protegida”, piedra angular del mensaje de campaña que, de haberse tomado en serio, quizá habría cambiado la historia (nunca lo sabremos).
En consecuencia, al mirar hacia atrás la centroderecha no solo debe recordar los indudables aciertos de sus gobiernos, sino también indagar en su dificultad para pasar a la ofensiva en materias socioeconómicas —la llamada “cultura del veto”—; en la debilidad política que caracterizó a sus dos administraciones , en especial a la segunda; y en la responsabilidad de los diversos actores involucrados en este déficit. Porque, tal como subrayó Daniel Mansuy en Ex-Ante luego del deceso de Piñera, desde 1990 ningún gobernante fue tan abandonado por sus parlamentarios como él.
En concreto: cuando se sufrían los efectos de una oposición cuyo comportamiento transitaba entre lo indecente y lo miserable y se discutían los dañinos retiros de fondos previsionales —finalmente aprobados con votos de centroderecha—, lo que se encontraba en disputa eran ni más ni menos que las potestades presidenciales. Nótese: las potestades del único mandatario de derecha electo en las urnas desde Jorge Alessandri. ¿Cómo se explica este desfonde, qué lecciones deja esta experiencia, cómo evitar que algo así vuelva a ocurrir?
Ninguna de estas preguntas debe ser ignorada, por incómodas que sean. Después de todo, fue ese tipo de problemas —y no solo las circunstancias adversas— lo que afectó la continuidad de la centroderecha en el poder, cuyo magro desempeño en la campaña presidencial de 2021 tampoco debe ser escondido bajo la alfombra. En rigor, nada autoriza a ignorar los puntos ciegos, las dificultades y las polémicas de los gobiernos de Piñera. Ni la conmoción que provocó la muerte del expresidente, ni el triste prontuario del octubrismo, ni el cierre del proceso constitucional (un cierre que, más allá del fracaso en el plebiscito de diciembre, fue posible gracias a que Chile Vamos cumplió su palabra luego del monumental triunfo del “Rechazo” y validó un nuevo proceso). Por el bien del país y de su propio sector, hay que hacer el inventario.
“Cómplices pasivos” (o la historia larga)
Volvamos atrás. Si el presidente Boric y la clase política en general reivindicaron el compromiso democrático de Piñera luego de su fallecimiento, no fue solo por lo que le tocó vivir desde octubre de 2019. Fue, ante todo, por el hecho de que el exmandatario apoyó el “No” en 1988 y luego trabajó para que la centroderecha se distanciara del pinochetismo y, con ello, del autoritarismo político. Visto en retrospectiva, el expresidente tuvo éxito en esta tarea.
En efecto, más allá de la interminable discusión acerca de los antecedentes del quiebre de la democracia, el “Nunca más” fue el horizonte de un mundo político cada vez más amplio en el Chile posdictadura. Esto ya se anticipaba en el Acuerdo Nacional de 1985 y comenzó a hacerse más visible desde el triunfo del “No” y, sobre todo, con la publicación del Informe Rettig en 1991, cuya comisión redactora incluía académicos independientes cercanos al centro y la derecha, como José Luis Cea y Gonzalo Vial. Como es sabido, con el paso de los años se consolidó una condena cada vez más categórica y transversal respecto de las brutales torturas y desapariciones cometidas por agentes del Estado bajo el régimen de Pinochet. Cuando se cuela algún matiz o equívoco al respecto, el oprobio es inmediato (tal como le ocurrió a José Antonio Kast en la campaña presidencial de 2021 y a los diputados Hoffman y Alessandri en 2023).
No obstante, esa agenda, hoy ampliamente compartida, despertó resistencias a comienzos de los noventa (baste mencionar que Pinochet aún era Comandante en Jefe del Ejército e influía en el ambiente político). En ese contexto, no se exagera al decir que Sebastián Piñera fue una de las figuras que, desde el lado derecho, contribuyó en forma protagónica a generar puntos comunes en torno a esas heridas del pasado sin importar los costos asociados, incluyendo espionajes y amenazas a su familia.
Ahora bien, sería un error suponer que Piñera y sus aliados de la “patrulla juvenil” noventera fueron los únicos que ayudaron a dejar atrás la nostalgia autoritaria. Por un lado, según indicamos más arriba, a mediados de los ochenta ya existían otras figuras que, desde la derecha política y cultural, criticaban abiertamente las violaciones a los derechos humanos. Por otro lado, desde el triunfo del “No” se desencadenó una progresiva valoración de las lógicas democráticas de parte de las derechas, reflejada en una práctica marcada por el respeto a la continuidad institucional.
Quizá quien expresó de forma más elocuente este aprendizaje fue el entonces presidente de la UDI, Pablo Longueira, a comienzos de los años 2000. En el marco de su decisivo respaldo a la administración del expresidente Ricardo Lagos, duramente golpeada por los casos de corrupción —al punto de que más de alguien temió por su continuidad—, Longueira sentenció de modo tajante en la Comisión Política de su partido: “yo no me he dedicado a la política para andar tumbando gobiernos”.
Este breve rodeo permite comprender mejor la polémica que generó la singular manera —tan solitaria e imprevista— en que el expresidente Piñera decidió denunciar a los “cómplices pasivos” para los cuarenta años del golpe de Estado. En ese momento ya había transcurrido casi una década desde el referido respaldo al gobierno de Lagos, y un lapso muy similar desde que la misma UDI, el partido más comprometido con el legado autoritario en ese entonces, había publicado el documento “La paz ahora”. Ahí se subrayaba que el dolor de los familiares de las víctimas impedía “reestablecer la armonía necesaria entre los chilenos”, así como la importancia de ofrecer una respuesta ética y jurídica a ese dolor.
¿Por qué Piñera no se apoyó en esas u otras referencias a la hora de abordar un período tan complejo y que ha dividido por décadas al país? ¿Fue falta de consciencia histórica, una decisión deliberada, un exceso de improvisación? Tal vez se deseaba evitar referencias de la primera línea política. Pero entonces, ¿acaso no estaban disponibles los testimonios, experiencias y reflexiones de Ricardo Rivadeneira, Gonzalo Vial y tantos otros pensadores y actores afines? ¿Por qué renunciar a intentar conjugar una primera persona plural al escrutar el pasado?
Por lo demás, abordar de modo generalizado la participación de los civiles bajo el régimen de Pinochet también tenía sus riesgos. No solo porque colaboradores muy cercanos a Piñera, incluyendo alguno de sus ministros más relevantes, fueron parte de esos civiles. Ocurre, además, que dicha participación puede esconder dilemas más profundos, tal como reconocían expresa o tácitamente en su momento los dirigentes de la Concertación. En concreto: así como hubo muchos, quizá cientos de personas, que pudieron hacer más por detener o denunciar los crímenes del período 1973-1990, no es adecuado asumir ni transmitir una posición unívoca sobre los civiles (ni sobre los militares) que trabajaron para la dictadura.
Ninguna de estas consideraciones busca negar las complejidades que suponía la conmemoración de los cuarenta años del golpe de Estado. De hecho, tanto por las violaciones a los derechos humanos como por el modo en que Pinochet ejerció el poder, era necesario promover una sana distancia respecto de su figura y de las dinámicas autoritarias. Piñera trabajó por dicha distancia y ahí reside uno de sus mayores aportes a la centroderecha.
Sin embargo, el problema, tal como en otras materias, fue la ausencia de una mayor lógica colectiva de parte del exmandatario; una lógica que habría facilitado una recepción más pacífica y amplia de su mensaje, dentro y fuera de las derechas. Siguiendo al historiador Joaquín Fermandois, quien ha comentado críticamente la frase de los “cómplices pasivos” en diversas entrevistas, “no puedes decir eso de tu gente… debió haberlo dicho el 89, cuando saltó de la DC a Renovación Nacional”. O, tal como reconoce de manera más benevolente el exministro Gonzalo Blumel —colaborador y defensor de la narrativa de Piñera en este ámbito—, “es posible que la forma en que el mandatario encaró los cuarenta años de Golpe no haya tenido toda la pulcritud o prolijidad que debió tener, el desplante presidencial generó tensiones en la coalición; algunas eran quizás inevitables, pero otras no”.
La cuestión moral (o la fractura actual)
Algo semejante cabría decir de la última gran polémica de Piñera como presidente: la súbita decisión de promover el llamado matrimonio igualitario. Al anunciar en la cuenta pública de 2021 su apoyo a esta iniciativa presentada originalmente por Michelle Bachelet, el exmandatario sorprendió a moros y cristianos. Después de todo, una de las justificaciones del Acuerdo de Unión Civil de su primer gobierno era, supuestamente, cerrar la discusión en torno al matrimonio; y en su última campaña a La Moneda se había comprometido a no tocar esta institución. De hecho, los dirigentes de Chile Vamos se enteraron de este abrupto cambio de opinión literalmente por la prensa, mientras observaban dicha cuenta pública.
Por supuesto, la discusión de fondo sobre el matrimonio excede estas líneas, pero de nuevo nos topamos con las dificultades que tuvo el exmandatario para operar de forma colectiva ante determinados dilemas. Tal como advirtió el académico Sebastián Soto —excomisionado experto nombrado por Evopoli—, “este tipo de temas, no es necesario explicarlo, requieren un tratamiento delicado que evite romper acuerdos explícitos o tácitos… Más allá de las legítimas diferencias sobre el matrimonio igualitario, lo cierto es que ese sorpresivo cambio de posición demostró escasa habilidad para administrar la alianza liberal–conservadora sobre la que se construye la derecha”.
Soto no exagera. La inesperada apuesta de Piñera fracturaba a su mundo y, además, implicaba un golpe a los círculos conservadores y socialcristianos. No era la primera vez: ya había ocurrido con el referido AUC, la ley de identidad de género, la resistencia inicial a apoyar la objeción de conciencia institucional y las prolongadas restricciones al culto religioso en medio de la pandemia. No es imposible pensar que aquí reside uno de los factores —no el único— que ayuda a explicar el crecimiento del voto republicano. Mal que nos pese, y por motivos que deben seguir siendo estudiados, los gobiernos de centroderecha han maltratado a una de sus sensibilidades más relevantes.
Con todo, hoy Chile Vamos también haría bien en recordar la otra cara de la moneda. Pese a que el expresidente no era un conservador, siempre sostuvo una aproximación crítica al aborto directo o procurado, en todas sus modalidades. Así lo argumentó de modo extenso en una carta abierta publicada en Reportajes de El Mercurio (18 de marzo de 2012), y así lo ratificó en diversas ocasiones, antes y después de que se aprobara la llamada ley de las tres causales, bajo el segundo gobierno de Bachelet. Con esto, por cierto, Piñera compartía la visión que poco tiempo atrás dominaba en su coalición. Esta se opuso casi íntegramente a esa legislación que, más allá de su nombre (“despenalización”), garantiza como prestación médica exigible la eliminación del niño o niña que está por nacer en los casos que regula (de ahí la polémica sobre la objeción de conciencia).
El punto es relevante en un contexto en que crece la cancelación expresa o tácita de ciertas posiciones. En concreto: quien considera el aborto directo como un tipo de homicidio —una porción relevante de los dirigentes y del electorado de las derechas— no puede sino aspirar a modificar total o parcialmente esta ley cuando ello tenga suficiente piso político y social; y a trabajar por conseguirlo. Y quien niega la legitimidad de ese debate lo que hace es excluir, de modo más o menos consciente, a los grupos no progresistas, ya sean cristianos o laicos.
Los dirigentes de centroderecha deben recordar todo esto, y no simplemente limitarse a hablar de “derechos adquiridos”, borrando con el codo lo que apenas ayer defendía casi la totalidad de Chile Vamos. En este sentido, vale la pena tomarse en serio aquí también la opinión del expresidente Piñera.
El vacío
Ninguna crítica, reflexión o análisis sobre la trayectoria política de Sebastián Piñera o de sus gobiernos, como la ensayada en estas líneas, permite negar lo obvio: su muerte dejó un vacío muy difícil de llenar para la centroderecha. No solo por el logro de imponerse en las urnas y gobernar dos veces en la última década —una experiencia inédita en democracia para varias generaciones—, sino también porque Piñera se encontraba muy activo, nutría de información y redes, y buscaba apoyar de forma permanente a los partidos, parlamentarios y referentes tanto de Chile Vamos como de otros partidos y coaliciones. De hecho, una de sus últimas apuestas —inconclusa, desde luego— fue la articulación de una alianza más amplia, que creciera tanto hacia la derecha republicana como hacia el centro e incluyera a Amarillos y Demócratas.
En este contexto, la pregunta ineludible es cuánto de esa energía y cuánto de esa articulación perdurará luego del fallecimiento del exmandatario. En las líneas anteriores hemos sugerido su falta de lógica colectiva en relación con otros mundos de las derechas. En paralelo, sin embargo, es un hecho que estimuló a muchos jóvenes a trabajar en el aparato estatal, armó equipos y generó un círculo de colaboradores leales, que participan con frecuencia de la vida pública del país. No obstante, la interrogante guarda directa relación con ese grupo. En términos simples, ¿qué será del piñerismo de cara al futuro? ¿Cuáles son sus ideas matrices, sus prioridades y sus proyecciones, más allá del cariño y el agradecimiento que existe hacia la figura de Piñera? ¿Cuántos serán candidatos? ¿Cuántos perseverarán en la política? ¿Habrá disposición a la autocrítica razonada? ¿Hasta qué punto primará la tentación de aferrarse al mito, con los riesgos que esto implica? En suma, ¿cuánto de lo que Sebastián Piñera construyó puede perdurar más allá de su persona?
Estas preguntas no admiten una respuesta evidente ni sencilla. Pero formularlas y tomarlas en serio resulta crucial para Chile Vamos, las derechas y el país. Después de todo, lo que está en juego no es ni más ni menos que el aporte de la centroderecha a la misma democracia que el expresidente Piñera, con los claroscuros propios de la condición humana, buscó promover y custodiar hasta sus últimos días.
Claudio Alvarado es director ejecutivo del IES. Es abogado y magíster en derecho constitucional de la Pontificia Universidad Católica de Chile y estudiante del doctorado en filosofía de la Universidad de los Andes (Chile). Es profesor de derecho constitucional en la Universidad Católica y del magíster en estudios políticos de la Universidad de los Andes (Chile). Es autor de La ilusión constitucional (IES, 2016), Católicos y perplejos (Ediciones UC, 2018; junto con Joaquín García-Huidobro y Josefina Araos) y Tensión constituyente (IES, 2021).