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Como pez en el agua: Trump y la anarquía internacional
Juan Ignacio Brito
Donald Trump es como una llama ardiente: absorbe el oxígeno a su alrededor y asfixia a cualquiera que pretenda restarle protagonismo, sea Joe Biden, Volodimir Zelenski o Elon Musk. Su desfachatez narcisista desafía la sabiduría convencional. Como pocos, utiliza el conflicto y el escándalo para sacar ventaja y nunca salir del centro de la atención. Siempre termina sorprendiendo: cuando alcanzó la nominación republicana por primera vez en 2016 y luego derrotó a Hillary Clinton; cuando remeció al mundo con la guerra comercial con China; cuando se reunió con el líder norcoreano Kim Jong-un; cuando no aceptó su derrota en 2020 y casi provoca un desastre institucional en la democracia más antigua del orbe; cuando renació desde las cenizas y superó las acusaciones judiciales que le lanzaron sus adversarios; cuando gritó “¡Luchen!” a sus partidarios con el rostro sangrante tras sufrir un intento de asesinato; cuando se convirtió en el segundo candidato presidencial en la historia de Estados Unidos en ganar mandatos no consecutivos; cuando regañó en público al presidente ucraniano en la Casa Blanca; cuando les subió los aranceles a todos los países en el “Día de la Liberación”; cuando escaló las tarifas a China hasta un increíble 145%; cuando decidió suspender la aplicación de esos y otros gravámenes…
Trump se regodea en la entropía.
Probablemente eso es lo que lo convierte en el personaje indiscutido del momento. Porque, pese a que su caótica ubicuidad pareciera ser la causa de la inestabilidad que sacude al planeta, Donald Trump es solo una más entre las consecuencias de los agitados tiempos que corren. Su liderazgo improbable no se entiende sin el desorden y los desajustes por los que atraviesan la política doméstica y la geopolítica global.
Como siempre, la desgracia de unos es la fortuna de otros. Porque el auge de Trump es fruto directo del ocaso de la paz liberal que se impuso sin contrapesos luego del fin de la Guerra Fría: la lucha contra el terrorismo, los conflictos en Irak y Afganistán, la recesión democrática, la polarización política y la crisis económica de 2008 desgastaron la voluntad y la capacidad de Estados Unidos para liderar. Al mismo tiempo, lo que el analista norteamericano Fareed Zakaria [1] denominó el “auge del resto” acabó con la incontrarrestable hegemonía de la superpotencia única e inició una era de “postamericanismo”. A nivel doméstico, la desindustrialización, el crash financiero y el aumento exponencial de la inmigración generaron un nivel de deterioro y resentimiento social que la política tradicional no fue capaz de procesar. Solo un sociólogo como Christopher Lasch, un economista como Robert Reich o un cientista político como Charles Murray habían predicho o diagnosticado la fractura social que Trump supo identificar con perspicacia política y oportunismo electoral.
Trump, un personaje a medio camino entre la farándula y los negocios, que en los ochenta transaba bonos basura, en los noventa se emparejaba con modelos como Marla Maples o Melania Knavs y en los 2000 protagonizaba un programa de telerrealidad, logró montarse en la ola de cambios que él, antes que nadie, captó con astucia en el espectro político norteamericano. Y tuvo éxito como ninguno: leyó los tiempos, utilizó en su favor la creciente insatisfacción de la población trabajadora blanca y navegó la incertidumbre con destreza y aplomo. Tal como en su época de capitalista de casino, apostó fuerte y acertó un pleno.
Aunque para muchos Trump resulta impredecible, es posible identificar una manera de leerlo e, incluso, anticipar sus aparentemente atrabiliarias decisiones: el presidente suele ser leal a su base electoral. Su sintonía es total con un amplio sector de la ciudadanía estadounidense: la clase trabajadora desindustrializada que es la perdedora de la globalización, defensora fervorosa de su bandera. Una clase que ha visto —en primera persona— cómo se ahoga el sueño americano, en medio de familias disfuncionales, la epidemia de drogas como el fentanilo y el deterioro de sus barrios y suburbios. Una clase que extraña la grandeza de una superpotencia extraviada; que padeció los efectos discriminatorios de la acción afirmativa y las políticas DEI (diversidad, igualdad e inclusión); que fue a pelear por su bandera a Afganistán e Irak; y que hoy desconfía del “wokismo” y la corrección política como de Washington, los medios tradicionales y Wall Street. En definitiva, un segmento de la población norteamericana cuya calidad de vida ha caído sistemáticamente en las últimas décadas sin que a nadie parezca importarle demasiado. La corriente de lealtad entre Trump y los postergados que él ayudó a visibilizar parece indestructible [3] .
No es que Trump carezca de convicciones: su oposición a un modelo comercial abierto que desindustrializaba a Estados Unidos ya existía en la década de 1980, cuando la amenaza era Japón y su opinión solo interesaba a los lectores de la revista Playboy. En la medida en que se fue convenciendo de sus ambiciones y posibilidades electorales, Trump reconoció intereses comunes con los desencantados de la política tradicional republicana y demócrata. Hoy puede hablarse de una simbiosis: el populismo intuitivo del presidente ofrece una salida ideal para el reclamo de una porción de los estadounidenses que ha visto pasar por delante el tren del progreso que transporta a los burgueses bohemios, los bobos de los que escribió el periodista David Brooks a principios de siglo [4] .
Tal como Trump reconoció y aprovechó con sagacidad las oportunidades que se le abrieron ante las insuficiencias domésticas del modelo liberal, también ha sabido comprender las características del desorden geopolítico actual para moverse en un escenario mundial lleno de incertidumbres y riesgos.
Un orden en decadencia
Las fracturas irreparables del orden liberal internacional se hicieron visibles durante la administración de Barack Obama. La decisión del presidente demócrata de “liderar desde atrás” en la crisis libia, la retirada norteamericana de Irak, su pérdida de interés por la guerra en Afganistán y sus esfuerzos prioritarios por la recuperación económica y reformas sociales como la de la salud demuestran que comprendía que el mundo estaba cambiando: Estados Unidos ya no tenía las espaldas para comportarse como la “hiperpotencia” de la década de 1990 y comienzos de los 2000[5] . Es sintomático, por ejemplo, que en su discurso de despedida como secretario de Defensa, pronunciado en la sede de la OTAN en Bruselas en 2016, Robert M. Gates advirtiera que la Alianza Atlántica corría riesgo si los países europeos no aumentaban su gasto militar y seguían confiando para siempre en que Estados Unidos pagaría la cuenta de su seguridad. Si no reaccionaban pronto, predijo Gates, “futuros líderes de Estados Unidos podrían considerar que el retorno de la participación en la OTAN no paga el costo invertido”.
Fue Trump quien recogió ese guante. Cuando asumió por primera vez en 2017, las tendencias disgregadoras del orden liberal ya eran evidentes. Y cuando volvió a comienzos de este año, luego del fracasado intento restaurador de Joe Biden, la “era de la divergencia” ya estaba completamente desplegada. La democracia retrocedía, la globalización y el libre comercio eran cuestionados, los valores progresistas enfrentaban resistencia y la unipolaridad había quedado atrás. El mundo transitaba hacia una distribución de poder distinta que no se ha asentado todavía, pero que seguramente será multipolar y estará caracterizada por “el retorno de la competencia entre las grandes potencias”, como advertía la Estrategia de Seguridad Nacional presentada en 2017 por la administración Trump[6] .
Es evidente que en el panorama geopolítico actual impera el desorden. La condición normal del sistema internacional es la anarquía: la ausencia de un poder central que posea el monopolio del uso legítimo de la fuerza y dicte normas que diferencien los roles entre sus unidades. Dado que la vida en un ambiente así es corta, desagradable y brutal, y debe enfocarse sobre todas las cosas en la búsqueda de la seguridad para sobrevivir, las grandes potencias tradicionalmente han favorecido la creación de algún tipo de orden internacional que haga más cómoda y segura la existencia de todos.
Como ha sostenido Richard Ned Lebow, un orden político solo puede perdurar si es capaz de cumplir la promesa que llevó a formarlo[7] . En el caso de un orden internacional, Hedley Bull afirma que este debe garantizar la supervivencia y la soberanía de sus miembros, el resguardo de lo que sus integrantes ya poseen (territorio, población, instituciones, recursos, capacidades) y el respeto a lo pactado explícita o tácitamente entre las partes.
Además, añade, un orden será más robusto cuanto más intensa sea la convergencia de las unidades que lo integran en torno a una mirada y valores compartidos sobre cuestiones teóricas relevantes [8] . Otro teórico, Kenneth Waltz, ha señalado que el establecimiento y la preservación de la paz internacional exigen una distribución clara del poder en el sistema que sea reconocida y aceptada por todas las grandes potencias [9] , mientras que Henry Kissinger agrega un elemento indispensable: que el orden sea percibido como legítimo por la comunidad internacional relevante [10] .
Parece claro que el mundo actual no cumple con los requisitos fijados por Lebow, Bull, Waltz y Kissinger: la invasión rusa a Ucrania, las ofensivas israelíes contra Gaza, Líbano e Irán, así como los ataques más recientes de EEUU sobre este último dejan de manifiesto que hoy no existe un acuerdo entre actores importantes del sistema para garantizar la seguridad y la soberanía, mientras que la distribución del poder entre las grandes potencias no es clara y nadie reconoce legitimidad a un nuevo orden mundial inexistente. En ausencia de un acuerdo entre las potencias para establecer reglas del juego aceptables para todos, el mundo vive hoy en la más peligrosa de las configuraciones: el desorden anárquico. Este sitúa a los actores al borde del conflicto y los obliga a concentrarse en la búsqueda egoísta de su propia seguridad en un ambiente no regulado donde todos persiguen lo mismo: acumular poder para garantizar la supervivencia en un entorno hostil.
Trump considera que el rol de líder en el orden liberal internacional perjudicó a Estados Unidos, al distraerlo en cuestiones inútiles ligadas al poder blando, guerras innecesarias y prolongadas en Irak y Afganistán, o compromisos como la Agenda de la Libertad del presidente George W. Bush para erradicar la tiranía del planeta e instalar democracias en lugares que no sienten atracción cultural alguna por ese modelo de gobierno. Al mismo tiempo, el presidente estima que, al convertirse en el principal impulsor de la globalización, EE.UU. desprotegió a sus trabajadores de manera imprudente. Para el mandatario, el esfuerzo de la administración Clinton por conseguir la aprobación del Congreso para la Ley de Comercio con China —que permitió al gigante asiático entrar en la Organización Mundial de Comercio en 2001— o la firma por parte de Obama del Acuerdo de Asociación TransPacífico (TPP) fueron autogoles monumentales que debilitaron a Estados Unidos.
Diagnóstico compartido
Aunque a menudo ahogadas en un coro de críticos, hay voces que coinciden, al menos en parte, con el diagnóstico de Trump. John Mearsheimer, profesor de relaciones internacionales en la Universidad de Chicago, siempre atacó lo que él denomina el “activismo liberal” de la política exterior de Estados Unidos que, en su opinión, al final genera conflictos y erosiona el poder de la superpotencia[11]. Mearsheimer desconfía del voluntarismo liberal y alega que este siempre termina perdiendo ante el realismo y el nacionalismo, que es precisamente lo que está ocurriendo hoy y que Trump encarna. Otros autores, como el profesor de Harvard Dani Rodrik, vienen insistiendo desde hace tiempo en que la manera en que se aplicó la globalización y la cerrazón conceptual de los economistas liberales tiene una dosis de responsabilidad en la irrupción política de Trump. Según Rodrik, muchos expertos no quisieron aceptar que la globalización provocó desigualdades y divisiones sociales. En lugar de ello, afirma, prefirieron apegarse a una versión de manual y no “darles munición a los bárbaros” que eran críticos de la apertura indiscriminada de los mercados [12] . Finalmente, cuando esos bárbaros tocaron a la puerta, ya era demasiado tarde.
Uno de ellos, Robert Lighthizer, fue el Representante de Comercio de Estados Unidos entre 2017 y 2021. Crítico de la globalización, acusa que la estrategia comercial de Estados Unidos en la posguerra fría permitió una baja de precios en el sector transable de la economía y generó enormes ingresos para un selecto grupo de importadores y retailers, pero al costo de ahuecar la industria norteamericana, arruinar a los productores locales, exportar las fuentes de trabajo de fábricas, congelar el crecimiento de los salarios y obligar a las familias norteamericanas a depender de dos ingresos para tratar de mantener el estándar de vida que antes sostenían con uno solo. Al mismo tiempo, generó enormes déficits comerciales que endeudaron a Estados Unidos[13] .
Cuando Trump surgió en 2016, era una voz solitaria. Eso lo llevó a cometer errores de advenedizo en su primer gobierno. No conocía Washington y nombró a gente que no creía realmente en su proyecto, como el secretario de Estado Rex Tillerson o el asesor de seguridad nacional John Bolton. Hoy la situación es diferente. Trump ha conseguido atraer a antiguos críticos del proyecto MAGA (“Make America Great Again”) y conformar un equipo mucho más sólido y coherente. Uno de esos conversos, el vicepresidente J. D. Vance, sostiene sin ambages que lo que pretende impulsar la segunda administración Trump es una contrarrevolución conservadora que no solo contenga el avance de las ideas liberal-progresistas, sino que sea capaz de revertirlo e imponer sus propios términos[14] . Eso es lo que explica, por ejemplo, el afán por doblegar a las universidades de prestigio, un reducto de la izquierda norteamericana donde las voces conservadoras han sido marginadas.
Lo mismo se aplica a la política exterior. Trump entiende que Estados Unidos está debilitado por años de diplomacia liberal y que se ha distraído en cruzadas civilizatorias que no promueven el interés nacional y dilapidan recursos escasos. Sabe que, en el momento actual, Estados Unidos no se halla en condiciones de liderar al mundo como lo hizo en los inicios de la posguerra fría. La solución que propone es simple y directa: poner a Estados Unidos primero y hacerlo grande de nuevo. ¿Cómo? Fortaleciendo su economía interna a través del proteccionismo y la reindustrialización, recuperando la moral nacional a través del enfrentamiento con el progresismo disolvente y revisionista de la izquierda, y formando una mayoría que haga electoralmente sustentable en el tiempo al movimiento MAGA a través de herederos como Vance, el secretario de Estado Marco Rubio y figuras emergentes como la vocera Karoline Leavitt o la secretaria de Justicia Pam Bondi. Por supuesto, una cosa es diseñar un mapa y otra muy distinta recorrer con éxito el territorio. Pero esta vez, a diferencia de 2017, Trump parece tener mucho más clara la carta de navegación y cuenta con un equipo comprometido con el proyecto.
La peligrosa anarquía
Si a nivel doméstico esta tarea ya es difícil, en el plano internacional puede resultar aún más complicada, porque la anarquía reinante obliga al mandatario a desenvolverse en un campo minado. La única manera de minimizar los riesgos en este peligroso ambiente es la acumulación de poder. Esto representa un problema, ya que Estados Unidos sufre limitaciones y carece de las capacidades necesarias justo en momentos en que encara un desafío extremadamente serio: el auge de China. Trump reconoce que al final del camino lo espera el coloso asiático, la única potencia que plantea una amenaza duradera para Estados Unidos.
Por eso busca generar un espacio que le permita concentrarse en la madre de todas las batallas y desvincularse de aquellas que realmente no comprometen el interés vital. Eso explica su urgencia por lograr la paz entre Rusia y Ucrania y su voluntad por no seguir pagando la cuenta de seguridad de los países de la OTAN o de Japón en el Pacífico: necesita concentrarse en el verdadero peligro, y ello requiere deshacerse de la mochila europea y acercarse a Moscú. Los múltiples compromisos heredados de la posguerra fría (una OTAN expandida, la enemistad con Rusia, los problemas del Medio Oriente) son distracciones molestas de las cuales Trump quiere sacudirse para enfocarse en la batalla geopolítica crucial que enfrenta su país.
Pese a su fanfarronería y grandilocuencia, Trump está lejos de tener todos los ases en la mano. Los obstáculos y las resistencias son enormes, como lo evidencian las dificultades que ha tenido para sentar a Vladimir Putin a la mesa de negociaciones con Ucrania y los corcoveos de China en la guerra comercial. Beijing es un adversario formidable. Según el profesor Graham Allison, de la Universidad de Harvard, la mayoría de las veces que en el pasado una potencia emergente desafió a una establecida, la competencia terminó en guerra[15]. El jerarca chino, Xi Jinping, ha ordenado al Ejército Popular de Liberación que esté en condiciones de invadir Taiwán en 2027 y hay altos mandos norteamericanos que afirman que un conflicto en torno a esa isla es una posibilidad estratégica nada descartable, aunque no inminente ni inevitable.
Las condiciones de inestabilidad y peligro del sistema internacional actual demandan un uso muy activo de la negociación y la diplomacia. Trump ha reconocido que su desconcertante actitud en materia arancelaria, por ejemplo, es una táctica negociadora que persigue una posición ventajosa. Ha buscado acuerdos con Vladimir Putin, con los mullahs iraníes (al menos inicialmente, antes de bombardearlos) y está dispuesto a conversar con quien sea con tal de conseguir sus objetivos. Para él, la negociación es un arte que exige metas claras y pragmatismo y que resulta mejor cuando se actúa con temeridad y desde una posición de fuerza. En el mundo de Trump, la diplomacia no se basa en principios abstractos, sino en el poder y la capacidad de obtener concesiones a cambio de concesiones[16] . Él mismo describió en 1990 su modus operandi: “Llevo a la contraparte al borde del punto de quiebre, aunque sin quebrarla. Empujo hasta el máximo que ella puede soportar y así consigo un mejor acuerdo que ella”[17]. Su aproximación es transaccional, no ideológica. Su estilo resulta a menudo impertinente y desagradable, pero hasta ahora Trump ha demostrado que sabe frenar cuando las cosas se ponen demasiado riesgosas o desfavorables. Hay quien le ha puesto nombre a esa actitud: TACO (“Trump Always Chickens Out”). Pero él dice que solo se trata del arte de negociar.
No cabe duda de que Donald Trump, quien alguna vez dijo que la vida le enseñó a mantener siempre la guardia en alto y a desconfiar de las personas, reúne las condiciones ideales para desenvolverse en el traicionero entorno anárquico actual. En este desorden, que descoloca y genera nostalgia del pasado a tantos líderes, él es un ciudadano ilustre. Su estilo intuitivo, su bravuconería de gallo de pelea, su costumbre de negociar desde una posición de fuerza y su descarado ánimo por “poner a América primero” son los instintos correctos para operar en un régimen en el cual cada actor ha de rascarse con sus propias uñas bajo condiciones cambiantes y donde todo es concreto y palpable, con poco espacio para abstracciones como la defensa de la democracia o la promoción de los valores progresistas. En el salvaje mundo que le ha tocado vivir, Donald Trump está en su elemento.
Juan Ignacio Brito es periodista de la Pontificia Universidad Católica de Chile y Master of Arts in Law and Diplomacy por la Fletcher School en la Universidad de Tufts. Es director del Centro de Estudios de la Comunicación (ECU) y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de los Andes, e investigador del centro Signos de la misma casa de estudios. Es columnista en El Mercurio, el Diario Financiero, El Líbero y El Debate (España).
- Fareed Zakaria, The post-American world (W. W. Norton & Company, 2008).
- Ver Christopher Lasch, La rebelión de las élites y la traición a la democracia (Paidós, 1996); Robert Reich, The Wealth of Nations (Modern Books, 2000); Charles Murray, Coming Apart: The State of White America 1960-2010 (Crown Forum, 2012).
- Para conocer mejor las tribulaciones de este grupo, ver J. D. Vance, Hillbilly, una elegía rural. Memorias de una familia y una cultura en crisis (Deusto Booket, 2017).
- David Brooks, Bobos in Paradise: The New Upper Class and How They Got There (Simon & Schuster, 2001).
- El término “hiperpotencia” fue acuñado por el ministro de Relaciones Exteriores francés Hubert Védrine en 1999 para describir la condición hegemónica de Estados Unidos en esa época.
- Donald Trump, National Security Strategy of the United States of America (The White House, 2017), 27.
- Richard Ned Lebow, The Rise and Fall of Political Orders (Cambridge University Press, 2018).
- Hedley Bull, La sociedad anárquica. Un estudio sobre el orden en la política mundial (Los Libros de la Catarata, 2005).
- Kenneth N. Waltz, Theory of International Politics (Waveland Press, 2010).
- Henry Kissinger, World Order (Penguin Press, 2014).
- John J. Mearsheimer, The Great Delusion: Liberal Dreams and International Realities (Yale University Press, 2018).
- Dani Rodrik, Hablemos claro sobre comercio mundial. Ideas para una globalización inteligente (Deusto, 2018).
- Robert Lighthizer, No Trade is Free: Changing Course, Taking on China and Helping America’s Workers (Broadside Books, 2023).
- Ver prólogo de J. D. Vance al libro de Kevin Roberts, Dawn’s Early Light: Taking Back Washington to Save America (Broadside Books, 2024).
- Graham Allison, Destined for War: Can America and China Escape Thucydides Trap? (Mariner Books, 2018).
- Donald Trump y Tony Schwartz, Trump: The Art of the Deal (Ballantine Books, 1987).
- Glenn Plaskin, “The 1990 Playboy interview with Donald Trump”, Playboy. Disponible en ebroadsheet.com/wp-content/uploads/2017/03/playboy-interview-with-donald-trump-1990.