Artículo publicado en abril de 2023, en el octavo número de la revista Punto y coma.
Además de ser activos comentaristas de la actualidad política chilena desde la radio y los medios escritos, Josefina Araos y Pablo Ortúzar nunca han dejado de lado su lado académico. Araos cursa un doctorado en filosofía en la Universidad de los Andes, donde está dedicada al pensamiento de Hannah Arendt, y Ortúzar entregó hace pocos meses su tesis doctoral en la Universidad de Oxford, donde estudia los orígenes del principio de subsidiariedad. Comparten, además, lecturas y conversaciones al alero del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES), donde ambos son investigadores.
En esta conversación quisimos profundizar en ese espacio intermedio entre la academia y el debate político: ¿qué identifica el rol del intelectual público a diferencia del académico? La política y la academia, ¿son labores excluyentes o complementarias? ¿Qué riesgos entraña los puntos ciegos de ambas profesiones? Estas y otras preguntas las abordamos, con profundidad y lucidez, con dos de los intelectuales jóvenes más destacados del escenario local.
¿Cómo entienden el papel de las ideas en la acción política?
PABLO ORTÚZAR (PO): Creo que la acción política siempre remite, finalmente, a horizontes de sentido que se presentan en forma ideal. Horizontes que, además, configuran nuestra manera de entender el tiempo y vivir en él. Las ideas, en ese plano, orientan la acción política. Pero también recogen la experiencia específica de esa acción y proponen límites y exigencias a la práctica política respecto de cómo orientarse efectivamente a ese ideal. Todo debate político sobre medios y fines es, en suma, un debate de ideas. Ellas dan autoridad al poder político, que sin ellas sería pura fuerza.
JOSEFINA ARAOS (JA): Concuerdo en general con lo que plantea Pablo, aunque quizás subrayaría más la reciprocidad de la relación entre ideas y acción política. Entender el papel de las primeras exige primero comprender qué las une a las segundas. Por reciprocidad me refiero a que ambas están en una dinámica permanente de tensión y diálogo, que debe mantenerse siempre, o de lo contrario arriesgan instrumentalizarse mutuamente. Las ideas no nacen de una abstracción que ocurre en algún lugar previo a la acción, sino que son resultado de una conciencia siempre arraigada en alguien que, como dice Hannah Arendt, vive con otros y experimenta su propia subjetividad como un diálogo; nunca en pura soledad. Ese es el dato ontológico originario: que vivimos con otros y nuestra conciencia y reflexividad surge de ahí. Eso sitúa las ideas en vínculo con la acción, con el mundo y con otros. Y me parece importante subrayar esto, porque si la idea prescinde o desprecia esa realidad, la primera siempre termina reivindicando una jerarquía sobre la segunda, y ambas se empobrecen (un ejemplo de esto es lo que vimos en Convención Constitucional). Dicho de otro modo, pierde sentido de realidad. A su vez, la acción que desprecia las ideas se vuelve pura estrategia, pura fuerza, como dice Pablo, pues olvida que remite a algo más allá de sí misma. La acción sin ideas o sin reflexión es una acción sin raíces, como dice Arendt; una acción sin proyección y sin capacidad de juicio, que olvida sus implicancias sobre la vida cotidiana. ¿A que principios y orientaciones últimas remite, más allá del mero pragmatismo?
PO: Muy de acuerdo. La relación entre ideas y acción política es efectivamente de reciprocidad. Como decía Kant, los pensamientos sin contenido son vacíos, y las intuiciones sin conceptos son ciegas. No podemos conocer desde la pura experiencia ni desde la pura abstracción. Y ambas dimensiones, además, están atravesadas por la naturaleza social del ser humano: venimos al mundo de y con otros. Y, por lo mismo, nuestro lenguaje nunca es privado. Ahora, en el caso de la política, lo explorado es el poder. Y ahí la tendencia histórica de los colectivos sociales ha sido a dejar las deliberaciones sobre la relación entre forma política y virtud o justicia hacia “adentro”, hacia un “nosotros” que, en el pasado, suponía una serie de exclusiones por sexo o estatus, y relacionarse desde la coerción hacia afuera, hacia los “otros”. En ese sentido, el anclaje social de lo político no necesariamente lo vuelve menos brutal. Lo que ha horadado la desmesura de lo político, creo yo, ha sido la revelación del Reino de Dios, que destruye la unidad político-religiosa de las comunidades del mundo antiguo y abre el espacio para la reflexividad, al bifurcar la autoridad política de la espiritual y establecer límites para ambas.
En relación con lo último, ¿cómo evalúan el rol y la influencia del pensamiento católico y de inspiración cristiana? Da la impresión de que han existido tiempos mejores al respecto, ¿o no?
PO: Yo no estoy tan seguro de eso. La relación entre cristianismo y forma política en Latinoamérica tiene una historia poco halagüeña. La bifurcación cristiana entre autoridad política y autoridad espiritual ha intentado ser colapsada constantemente en función de proyectos políticos, ya sea oligárquicos o revolucionarios. Da la impresión de que nunca hemos tenido una relación sana entre Iglesia y Estado, por decirlo así. Y ahora lo que tenemos es un puro vacío, porque durante la dictadura el cristianismo jugó a dos bandas, como refugio en la resistencia contra la dictadura y como aliado del liberalismo en la causa anticomunista, y terminó perdiendo identidad en ambos frentes, disolviéndose en lo secular.
JA: Estoy de acuerdo. Creo, además, que hay dos planos para evaluar esa pregunta: el lugar y valoración social de la Iglesia actualmente, y el peso de esa tradición en distintos ámbitos de la vida social. Obviamente lo primero hoy está debilitado, pero no creo que de eso se siga asumir una disminución de su relevancia. La crítica contemporánea a ciertas ramas del progresismo es inseparable del reconocimiento del papel de ciertos actores vinculados de una u otra manera a esa tradición. Pero creo, con Pablo, que no hay que idealizar momentos de mejor relación entre religión y política; siempre es compleja y está llena de oscuridades en cada periodo. Tiendo, de hecho, a preferir un periodo de crisis como este, donde la Iglesia se ve obligada a hacerse pequeña, como decía Benedicto XVI, y repensar desde ahí su función. Creo que tiene mucho para decir, particularmente hoy día, respecto de preguntas bien fundamentales sobre la convivencia, los límites de la tecnología, el calentamiento global, los quiebres de lazos sociales y la radicalización de procesos de individuación, la crisis de las democracias, etc. Que no haya un partido católico, por ejemplo, no me preocupa, en la medida que esa tradición siga reclamando y ejerciendo su derecho a participar legítimamente en el debate sobre nuestra vida en común.
¿Y qué dirían frente al avance de las agendas sobre aborto, matrimonio, eutanasia, disolución de la familia tradicional, etc.? El mismo Benedicto XVI advertía sobre la dictadura del relativismo. ¿No muestra todo eso un debilitamiento del pensamiento o la cultura cristiana?
JA: Es que la pérdida de influencia de la cultura cristiana en un mundo que se va haciendo menos religioso supone una historia mucho más larga. Pero no tengo claro que eso haya sido tan lineal y progresivo, y el avance de esas agendas tampoco ha seguido una progresión incontenible y unidireccional. A inicios de 2022, los datos de la encuesta COES mostraban que agendas “conservadoras” han ido recuperando fuerza; otro ejemplo es el rechazo que generó en nuestro proceso constituyente el modo en que abordó los derechos sexuales y reproductivos. Por ahora, el apoyo al aborto parece acotarse a causales y no a una agenda de aborto libre, y esto por convicciones sustantivas. En eutanasia, que tiene siempre un apoyo más transversal, persiste la duda de hasta qué punto se trata de una respuesta a dinámicas que varios han denunciado, como el ensañamiento terapéutico, la falta de apoyo institucional o de cuidados paliativos, etc. No quiero desconocer los riesgos que advertía Benedicto XVI, pero sí matizarlos. Porque además, respecto del lugar de la religión, una cosa es la pregunta por su influencia e impacto político, o en las esferas de poder, y otra por su lugar en la cultura, como siempre ha distinguido Pedro Morandé. De hecho, creo que hoy vivimos, al menos en Chile, un buen momento para reivindicar el lugar legítimo de ese pensamiento en la discusión sobre nuestra vida en común.
PO: Pienso parecido. Es cierto que hay un debilitamiento de la influencia política directa del clero y que mucha más gente se reconoce abiertamente hoy como atea o agnóstica. Pero la calidad del “cristianismo social” del pasado creo que es bastante cuestionable. Por algo Alberto Hurtado dejó la escoba haciendo la pregunta de si Chile era o no un país católico. Era ciertamente un país clericalista, pero dudosamente uno muy cristiano. Hoy podríamos pensar que, con la pérdida del poder clerical, eso se ha sincerado. Estamos en medio de una pelea muy interesante, justamente porque el progresismo identitario está debilitado y agresivo, y la crítica cristiana basada en la verdad revelada logra hacerse escuchar en medio de la confusión y la desesperación. Agustín, frente al saqueo de Roma y el enojo de aquellos que acusaban al Dios cristiano de haberle incumplido al Imperio cristiano, las cantó claritas mostrando que Roma y la máquina imperial nunca habían sido cristianas. Y que ya pretender relacionarse con Dios en una lógica de “pasando y pasando” era una creencia pagana. Quizás estamos en una coyuntura similar, con los peligros y oportunidades propios de las épocas en que se derrumban las fantasías mundanas o gnósticas, por usar el concepto de Voegelin.
EL SENTIDO DE LA POLÍTICAUna pregunta que siempre ronda en las conversaciones del IES es la tensión entre la influencia y la comprensión. ¿Son excluyentes? ¿Es posible tener una clase política más reflexiva o se trata de un ideal imposible de alcanzar?
JA: Sobre la tensión entre influencia y comprensión, Arendt dice que la política no es un ámbito separado del problema de la verdad. Ella también aspira, aunque en modo distinto a la reflexión teórica, a alcanzar esa verdad en el ámbito de la convivencia, del encuentro entre los distintos donde la puesta en diálogo de las diversas experiencias de la realidad nos va permitiendo constatar, acceder y enriquecer ese mundo común que habitamos. En ese sentido, creo que se puede y se debe aspirar a una clase política más reflexiva, pero eso no significa que tenga que ser intelectual ni que le da jerarquía a los intelectuales sobre ella. Lo que veo hoy es vacío en la política de ese nivel. No es solo que los políticos carezcan de formación intelectual —que puede ser un problema—, sino que existe una comprensión completamente superficial e instrumental de su misión, reducida a la lucha exclusiva por el poder. Por eso es importante el diálogo con la reflexión intelectual, que puede ayudar a la política a tener insumos y recordarle su sentido, no reemplazarla. Siempre estamos en esa tensión y, de tanto en tanto, aparecen intelectuales que creen descubrir la clave de todo y que deben entrar a la política a liderar la aplicación de ese descubrimiento. Eso es muy peligroso, y la Convención fue una muestra de ello.
PO: Para mí la distancia entre reflexión y acción política nunca puede ser tan grande. Es un diálogo. Cuando deja de serlo, o se vive en la abstracción total e irresponsable, o uno se reduce al pequeño tejemaneje del ajedrez del poder. Entender los límites y las capacidades del poder exige observación directa y práctica. Y eso, a su vez, demanda manejar registros y puntos de vista distintos al académico.
JA: Si te dedicas a las ideas, no es que la influencia sea irrelevante, sino que es secundaria; viene después, por consecuencia. Pero tiene que mandar la comprensión, ¡no puedes dejar nunca de pensar! Es una actividad que no se detiene. Arendt usa la imagen de Penélope y su tejido, porque comprender y pensar tiene algo de deshacer por la noche lo que se avanzó en el día. No en el sentido de relativismo, pero sí de duda, de pregunta, de demora; de detención y espera. Y eso debe mandar, o la influencia se vuelve pura agenda, sin revisión crítica permanente de sus propios objetivos.
PO: Por eso es clave ser parte de una comunidad académica. Y no andar de llaneros solitarios. Es la corrección fraterna la que te impulsa a recuperar el equilibrio, además de hacerte tolerante a la crítica, porque sabes que viene de un buen lugar. En eso, el IES ofrece una experiencia institucional que nos conecta con el pasado de las universidades como comunidades de vida, y que pocas casas de estudio hoy pueden lucir.
Pero ¿qué papel podría esperarse de los políticos en este ámbito?
JA: Creo que no solo es clave una relación virtuosa con el mundo intelectual, sino también el reencuentro con el sentido de la política misma. Sobre eso hoy la política no tiene reflexión propia y está reducida a la lucha por el poder, o bien dominada por el afán paternalista y avasallador de quienes aspiran a transformar por completo la sociedad sin interés por lo que ella es. Por eso adquiere tanta fuerza la demanda de escuchar a la gente y de identificarse con el sentido común. Pero en fin, eso abre otra veta.
PO: Bueno, claro. Una veta muy importante, porque justamente la sociología intenta o debería intentar cumplir ese rol mediador, de entregar reflexividad y capacidad de autoobservación al sistema político en una sociedad compleja. Pero eso requiere un ensamble entre política y academia que es muy difícil de lograr. Lo común es que se miren con mutua sospecha y desprecio.
Y hablando de la academia, ¿cuáles son los riesgos o amenazas que esta enfrenta al aportar a la discusión pública? Se suele mencionar la tiranía del paper, también su politización. ¿Son los riesgos más relevantes?
JA: Yo creo que una academia capaz de salir de su encierro y de la tiranía del paper no es necesariamente una más “comprometida” o politizada —en el sentido habitual del término—, sino una que no pierde la conexión con la realidad de donde debe nutrirse de preguntas. En cuanto a las amenazas, creo que lo más evidente es el proceso de “industrialización” de la universidad, como lo llama Morandé. Lo protagónicas que se han vuelto las exigencias de productividad de los académicos, no solo porque predomina el paper sobre el libro, sino porque además se tiende a promover una investigación solo movida por el objetivo de asegurar esa productividad. Y ahí pierdes conexión con la realidad, que puede exigir preguntas poco fáciles de abordar en un paper, y también autonomía, porque quedas sometido a los criterios que se van volviendo dominantes. Arriesgas así a tener una academia súper productiva y eficiente, pero con preguntas irrelevantes respecto de la sociedad en que está inserta.
PO: Yo concuerdo en el panorama general. Pero creo que el problema es especialmente agudo en las humanidades y las ciencias sociales, porque no hemos logrado generar estándares de excelencia distintos a los de las ciencias exactas, que hoy dominan la academia. Y el problema es que en las ciencias exactas la investigación siempre es un aporte y parte de la base de lo ya construido. Luego, el volumen suma. Y el impacto tiene valor, porque indica que el avance logrado generó efectos importantes en su campo de conocimiento. Tuvo un efecto dominó, digamos. En las humanidades y las ciencias sociales, en cambio, los mismos incentivos generan efectos diferentes. Se produce muchísima challa. Textos que no leerá nadie y cuyo autor sabe que no leerá nadie. Que no son un aporte ni construyen sobre lo anterior. Y muchas veces, cada uno de esos artículos nimios es refrito mil veces. Y el impacto tiene mucho más que ver con modas pasajeras, que a su vez se vinculan a la política contingente. Luego, hay un incentivo estructural a la politización mediocre, porque pasar panfletos por reflexión académica permite producir en grandes volúmenes con mayor impacto mediático. Y súmale a eso Twitter. Y la politización identitaria o la actitud de consumidor insatisfecho de los estudiantes. Al final, hay muchos incentivos para la mediocridad politiquera. Tanto, que ya han ido convirtiendo el activismo en epistemología y metodología.
¿En qué sentido?
PO: Hoy tenemos un fenómeno problemático: los profetas de cátedra. Eso son Bassa, Atria, Grez, Salazar y varios otros. Utilizan su trabajo académico como respaldo y plataforma para hacer política, reclutar estudiantes y perseguir adversarios. Por esa vía, corrompen los espacios universitarios que habitan, sometiéndolos al juego faccioso de la política contingente. Y también corrompen a sus estudiantes, pues en vez de utilizar la posición de autoridad académica que tienen para guiarlos hacia la formación de un juicio independiente, lo que terminan haciendo es adoctrinamiento.
¿Y qué pasa con la politización de la academia?
JA: Creo que siempre es un riesgo. Se habló a mediados de siglo de la sociología comprometida, un poco en esa línea. Más que politización, existe el riesgo del activismo y la militancia, donde el pensamiento libre pierde relevancia. Pero puede venir tanto de una academia que confunde su rol con la política (que pretende volverse vanguardia de esos procesos, liderarlos, establecer las agendas, etc.), como de esta academia dominada por la lógica de la productividad, que entre otras cosas exige estudiar lo mainstream, lo que está de moda.
La polémica de fines del año pasado, a propósito de dos tesis sobre pedofilia en la Universidad de Chile, bien puede ser abordada a la luz de la crisis que ustedes describen.
JA: Es un caso difícil de sintetizar, pero lo más crítico me parece que está en la renuncia absoluta de parte de quienes están a cargo de la formación a ejercer una guía u ofrecer un juicio crítico. Temerosos de estar imponiendo un canon, o de reprimir temas y aproximaciones nuevas distintas a las tradicionales, ya no hay legitimidad ni siquiera para criticar. La tragedia de esas tesis no tiene que ver solo con su tema, sino con el hecho de ser apologías. ¿Cómo pudieron avanzar sin problema? ¿Por qué una de ellas fue publicada en una revista? La hegemonía de la lógica productiva o procedimental es tal que, ante esa polémica, lo primero que dijo el decanato fue que cumplió con todos los requisitos formales ¿En eso está convertida la universidad? Si el juicio crítico o la reflexión se reducen exclusivamente a evaluar el cumplimiento de formas, se puede estudiar no solo lo que sea, sino que decir cualquier cosa. Como decia Horkheimer: no tenemos ya criterio para saber por qué es mejor la justicia que la opresión.
PO: En efecto, la degradación del mundo universitario en el ámbito de las humanidades y las ciencias sociales quedó muy bien retratada por ese escándalo. En ellas, lo tremendo no es el tema tratado, sino la forma de tratarlo: apología, propaganda, panfleto. Y que textos de esa naturaleza hayan sido, además, supervisados y aprobados por académicos profesionales. El fenómeno recuerda, en algún nivel, el famoso “affaire Sokal”, pues desnuda que lo que está rigiendo la producción académica en esos espacios es un indecoroso “todo vale”. Y que basta repetir unas cuantas muletillas posmodernas para lograr un sello de aprobación por parte del cuerpo académico.
JA: Y ojo con las exigencias docentes en las universidades. La productividad no solo afecta la investigación, también la enseñanza. Llenando de requisitos a los profesores, exigiendo las mismas mediciones y procesos, estandarización de cursos que terminan muchas veces sobrecargando a los docentes y deteriorando la enseñanza en la cátedra. Los indicadores de productividad pueden ser un instrumento, pero no pueden transformarse en el objetivo de la universidad, que tiene que recordar que lo que la sostiene es un vínculo en torno a una búsqueda.
PO: Muy de acuerdo. Por eso es absurdo que se diga que no puede haber universidades católicas, por ejemplo. En eso, el IES ofrece algo muy importante que era central para la universidad tradicional, pero que hoy es muy difícil de generar, que son las comunidades de conocimiento. La verdad es que yo veo a las universidades condenadas. Más bien, para ser precisos, a las ciencias sociales y humanidades dentro de las universidades.
¿No hay nada bueno o rescatable en la universidad actual? El panorama que describen es bien desolador…
PO: La democratización en el acceso a la instancia es algo muy valioso e importante, y un rasgo clave de la universidad actual. Y yo sin duda rescato los increíbles avances de las ciencias exactas y aplicadas en el ámbito universitario moderno. La crisis, a mi entender, se concentra muy especialmente en el ámbito de las ciencias sociales y las humanidades, lo que no es menor, porque estas últimas son el corazón de la tradición universitaria heredada de la Edad Media.
JA: Estoy de acuerdo con Pablo en que la democratización del acceso es una ganancia clave de la universidad. Y creo, además, que en el análisis concreto uno encuentra académicos haciendo cosas valiosas. El punto está, pienso, en la identificacion de las lógicas dominantes que, si no se contienen, terminarán ahogando todo. Pero no creo que todo esté en el mismo nivel de crisis ni que se esté produciendo nada valioso o importante en ningún lugar, a nivel de investigación o docencia. Pero creo que ello ocurre gracias a personas y espacios en donde se logra trabajar a pesar de las dinámicas impuestas por “el sistema”.
PO: Todas esas precisiones son correctas. Hay que tener cuidado en condenar la parte por el todo. Pero es cierto que el productivismo, que desde afuera se ve como un incentivo a la seriedad, ha sido un factor fundamental en su declive.
JA: No podemos perder de vista que la producción de conocimiento se ha vuelto extremadamente compleja y exigente. Pedirle a la universidad que no se deje dominar enteramente por esta lógica es una cosa, pero otra es pedirle a académicos que sean todos intelectuales públicos. Pienso que son funciones que deben distribuirse entre distintas instancias, justamente por lo complejo que es producir conocimiento. Podría decirse que lugares como el IES, por ejemplo, pueden participar del esfuerzo conjunto del estudio y preocupación por la verdad, así como de difusión, y quizás es bueno para la universidad pensarse en conjunto con esas otras instancias, y no tratando de cumplir sola todos los papeles.
En relación a los “intelectuales públicos”, muchos miembros de la academia participaron directamente en el proceso constituyente. ¿Cómo observan ahí la tensión entre política e ideas?
JA: Creo que figuras como Atria o Bassa dejaron en evidencia los riesgos latentes de los que hablamos a partir de la pregunta por la relación entre política e ideas. En sus escritos de la última etapa, mucho antes de llegar a la Convención, se ve cómo ya estaban completamente volcados a un diseño de sociedad o de comunidad política en función de los modelos o premisas teóricas que los inspiraban. No es solo que uno discrepe ideológicamente de sus objetivos, sino también de la abstracción de su proyecto, totalmente desvinculado con la realidad e inspirado en un diagnóstico completamente equivocado. Eso también explica el carácter refundacional de su propuesta: al ser puro modelo abstracto, da lo mismo qué tienen por delante, se trata simplemente de transformarlo. Constituir la sociedad, decía Bassa en escritos previos a la Convención. ¿No hay ahí un problema? ¿O son simplemente intelectuales que quisieron influir políticamente? Yo creo que se trata de una mala comprensión de su propio papel y de un abandono de la crítica que debe acompañar siempre el propio proceso reflexivo, la que te obliga a tener distancia y a cumplir un papel muy diferente al de vanguardia ilustrada al que por momentos parecían aspirar.
¿Qué pasa con los centros de estudios? Allí se lleva a cabo una investigación y una formación distintas, pero que muchas veces se limitan a agendas particulares. Si bien nutren de importantes insumos a la discusión pública, son espacios que muchos ponen en cuestión. ¿Cómo ven ese escenario?
JA: Como decía antes, la misión de la universidad quizás puede cumplirse mejor en la medida que se piense en conjunto con otros espacios que participan en alguna fase de la producción y difusión de ese conocimiento. Ahora, eso exige que los centros de estudios sepan definirse muy bien y presentar con claridad sus objetivos. No solo en el ámbito teórico, sino también si esperan ser el brazo reflexivo de un partido concreto, tener agenda en una materia especifica o ser instancia de estudio. En general se habla del problema de su financiamiento, que obviamente es un punto relevante, pero creo que la dificultad central está en que tienen orientaciones muy diferentes, que no siempre son claras o conocidas. En cualquier caso, en la medida en que logran precisar su objetivo y trabajar sistemáticamente en él, me parecen un gran aporte. Pasa además que el centro de estudios, a diferencia de la academia, no tiene que justificar su pregunta disciplinariamente, sino a partir de la discusión pública, y eso le permite desarrollar reflexiones cuyo impacto es más directo. Ambos pueden unirse en una relación colaborativa para enriquecer la producción y difusión de conocimiento, pero no creo que sean lo mismo. El centro de estudios tiende a estar orientado a la influencia en la discusión pública, y eso modifica no su independencia o rigurosidad, sino el lugar de donde salen sus preguntas y la justificación de las mismas. Están como en momentos distintos de la reflexión. Por eso es tan importante que esos centros estén compuestos de personas formadas académicamente, con vínculos docentes y académicos activos, que nutran y enriquezcan su conocimiento. Si la universidad está expuesta a ser invadida por la lógica productivista, el centro de estudios también lo está a la opinología y al activismo vacío, a volverse maquinaria de la “guerra cultural” que busca influir en la opinión pública con ideas preconcebidas y sin un trabajo riguroso y constante de reflexión.
PO: Efectivamente, la lógica del fight tank es muy nociva, porque renuncia a la pretensión de influir con ideas y las reemplaza con ruido y propaganda constante. Esto refleja también la visión que los financistas de ese tipo de centros tienen de las personas: tontos manipulables a través de la repetición constante de eslóganes.
JA: Y esto explica también muchos recelos con los think tank, a veces justificados o comprensibles, porque algunos se reducen a eso. Desde el IES hemos tenido que ir mostrando de a poco cómo se puede ser un lugar de pensamiento libre. El objetivo es contibuir en el desafío de pensar y explicar lo qué pasa, y cómo tomar postura frente a ello. Algo que en la sociedad de la información, paradójicamente, se vuelve cada vez más difícil. No hay de dónde sacar criterios para emitir un juicio sobre lo que sucede. A eso aportan los centros de estudio.
PO: Es imposible influir con ideas sin discutirlas, aterrizarlas y evaluar sus resultados en el mundo. La academia no se interesa mucho por eso, por lo que los think tanks resultan hoy el espacio adecuado para ello. Y también para formar comunidades de conocimiento que compartan principios comunes, como una antropología cristiana. Como decía antes, hoy la configuración de la docencia universitaria hace muy difícil algo así. Especialmente en humanidades y ciencias sociales, donde la destrucción posmoderna del principio de verdad y de la tradición académica en esas áreas las ha vuelto lugares donde parece que todo vale. Eso las convierte en presa fácil del activismo mediocre. Es decir, de la peor versión de lo que puede hacer un think tank, pero además generosamente financiado con fondos públicos.
Pareciera que en los centros de estudio se replican lógicas similares a las que tienden a dominar hoy en los espacios más académicos…
JA: Puede parecer que nos centramos sobre todo en la crítica de las universidades, más que en los centros de estudio, que es donde estamos ubicados más claramente nosotros. Quizás porque cuando uno habla de ideas llega primero a la universidad que a espacios más intermedios como ese, pero la tensión entre política e ideas también está alojada en los centros de estudio. Tiene sentido que espacios de estudio busquen influir en la fundamentación y orientación de la política, pero muchas veces terminan totalmente confundidos, y lo vemos en la instrumentalización a la que los tiende a someter la política —que esperan que sean algo así como su brazo intelectual, pero mera difusión de ideas ya establecidas por los partidos, y no instancia de crítica—, o bien en la tentación de quienes se encuentran en esos espacios de reemplazar a la política. Ahí hay un vínculo o una tensión que también hay que cuidar.
PO: Ahora, es clave que los think tanks no son espacios de formación disciplinar. No otorgan títulos ni académicos ni profesionales. Eso les da libertades para organizarse que la universidad no tiene ni debe tener, pero también viene con costos y peligros propios.
JA: De acuerdo.
PO: Las universidades no pueden descansar en el hecho de recibir cuantiosos fondos públicos para declararse libres de los potenciales males de los think tanks. Esos fondos les dan la posibilidad de consolidar altos niveles de libertad académica y capacidad formativa. Y las universidades tienen el deber de perseguir lealmente esos fines. Pero nada lo asegura. El peor de los mundos posibles para una universidad es abusar de fondos públicos para hacer proselitismo, adoctrinamiento y activismo de cátedra. En el caso de los think tanks, el gran desafío es mostrar seriedad y libertad reflexiva en el desarrollo de sus agendas. Y lograrlo es algo muy exigente a nivel institucional y profesional. Pero se puede. En ambos casos, por sus frutos se reconocen.