Artículo escrito por Pablo Ortúzar y publicado en la tercera edición de la revista Punto y coma.
Chile fue, por siglos, un país de ricos y pobres. Y las luchas entre sus clases dirigentes han sido, históricamente, muy encarnizadas. El mayor testimonio de ellas, incluso si uno considera el componente bélico que tuvo la independencia, es la brutal guerra civil de 1891. La salida de ese conflicto fue un pacto oligárquico: un orden descabezado donde “nadie” se quedara debajo de la mesa. Sin embargo, el aumento de la pobreza urbana, la crisis del salitre y la consolidación del aparato estatal administrativo y de defensa rápidamente hicieron temblar ese acuerdo. La nueva y pequeña clase media crecida al alero del Estado demandaba ser parte de la repartija, y tenía la fuerza para lograrlo. Después de todo, parte fundamental de esa nueva clase eran los militares profesionales. El muñequeo de clases derivó en la crisis de los años veinte, que se extendió hasta entrados los treinta, pero que comenzó a solucionarse con la Constitución de 1925.
El pacto de 1925 afianzó el espacio institucional de la nueva clase media vinculada a las fuerzas armadas y al aparato burocrático, educativo y productivo del Estado. La negociación excluyó nuevamente a los más pobres y solo se consolidó a partir de la dictadura de Ibáñez del Campo. En los hechos, la clase que se adueñó del Estado trabajaba principalmente para sí misma. Esto se refleja en una serie de privilegios injustificados que mucha gente añora hasta el día de hoy asumiendo que todos tenían acceso a ellos. El mejor ejemplo, quizás, es el sistema de pensiones de la época, que daba beneficios de lujo a los distintos miembros de las redes del poder burocrático (con sus distintas “cajas”), pero migajas miserables a los más pobres, en el raro caso que llegaran a vivir hasta la jubilación.
La pobreza urbana, alimentada por la migración campo-ciudad, demoró bastante tiempo en volverse un asunto relevante, en parte por la fuerte represión y persecución que sufre la izquierda sindicalista y obrera durante los años cuarenta y cincuenta. Se intentan distintos proyectos desarrollistas desde arriba. Pero en los sesenta el sujeto popular irrumpe en escena: Santiago había multiplicado varias veces su población en pocas décadas, y casi todos los recién llegados vivían en la miseria. Algo similar ocurría en el resto de las urbes importantes del país. La política, entonces, entra en una dinámica nacional-populista, que se inicia con Frei Montalva y termina con la caída de Allende y el inicio de 17 años de dictadura militar.
En el periodo mencionado, las luchas y necesidades del pueblo y la pugna de élites se encuentran vinculadas, pero corren por carriles separados. La Democracia Cristiana es un proyecto de reformas populares, pero también un partido ideológico. Un “centro excéntrico”, en palabras de Tomás Moulian, que en vez de operar como bisagra entre los extremos actuó como una tercera fuerza radical, polarizando al resto también. Se abre así una era de grandes cambios con apoyos no demasiado masivos, y sin posibilidad de acuerdos. Una batalla de tres ejércitos.
Allende, finalmente, también es un cruce de caminos: a la vez un líder popular, comprometido con su pueblo, y un agente revolucionario, comprometido con hacer “avanzar” la historia al costo que sea. Esta ambigüedad recorre todo su gobierno. Pero sus últimos momentos lo obligan a tomar partido; opta por proteger al pueblo en vez de sacrificarlo en nombre de la causa, tal como muchos de sus camaradas esperaban.
Las grandes crisis políticas y sociales, entonces, parecen tener dos componentes clave: problemas sociales “desde abajo” y conflicto de élites polarizadas “desde arriba”, cuya combinación termina bloqueando las salidas consensuadas y llevando normalmente a soluciones autoritarias. Peter Turchin explica estos componentes a partir de procesos de “enmiseriación” y “sobre-producción de élites”. La idea central que quiero explorar a continuación es que nos encontramos en medio de un nuevo conflicto de élites que hace muy difícil procesar y dar salida a las tensiones emergentes del desajuste entre estructura institucional y estructura social producido por los últimos 40 años de desarrollo capitalista, y que resulta urgente que busquemos prontamente alternativas que nos permitan esquivar una regresión autoritaria.
La crisis chilena producto de la modernización capitalista, los cambios en la estructura social y la revolución en las expectativas ha sido diligentemente explorada por muchos investigadores y teóricos sociales. Por lo mismo, la exploraré solo breve y esquemáticamente a continuación, para concentrarme luego en el conflicto de élites.
Durante las últimas décadas se construyó en Chile una amplia y frágil clase media a partir, principalmente, del endeudamiento. La fragilidad de esta nueva clase no fue totalmente problemática, tal como explican las investigaciones de Álvaro Donoso (CIES-UDD), mientras el crecimiento económico era superior al 4% anual y la inmigración era moderada. Sin embargo, una década de bajo crecimiento e inmigración descontrolada (que los desplazó laboralmente, bajando además los salarios) fue socavando a este grupo social, que, además, resultaba demasiado pobre para la oferta de servicios disponible en el mercado, pero demasiado rico para la oferta estatal de servicios. Cuando el crecimiento y las oportunidades decayeron, el desajuste entre estructura social y estructura institucional se volvió insostenible.
En paralelo a estos problemas estructurales, hay problemas culturales derivados de todo este proceso. Carlos Peña los ha señalado diligentemente, actualizando teorías que Raymond Aron utilizó para analizar la crisis de 1968 en Europa. Una juventud desorientada, con mejores oportunidades que sus padres y abuelos, pero sin brújula ni horizontes de sentido, tiende a la violencia y al tribalismo político para construir nuevas identidades que su entorno ya no les provee. Esto, a su vez, es visto con buenos ojos por la generación de la transición, que creció también sin horizontes claros, pero que nunca tuvo el ímpetu de rebelarse frente a sus padres.
El sistema de la opinión pública, por otro lado, ha comenzado a configurarse de manera diferente al pasado. Los teléfonos “inteligentes” y las plataformas digitales, de las que Chile es el mayor usuario latinoamericano, han ido destruyendo la capacidad de mediación de los canales tradicionales. La producción de información se ha democratizado en apariencia, pero con ello ha venido aparejado un mundo donde las noticias falsas, la manipulación mediante logaritmos, los linchamientos y censuras virtuales, la intervención digital extranjera y la distorsión de los hechos por parte de plataformas sin responsables a la vista se han vuelto pan de cada día. El sueño de un internet libre se cae hoy a pedazos, y el debate virtual, a medio camino entre juego por obtener likes y retuits y medio de comunicación, contribuye a polarizarlo, distorsionarlo y exagerarlo todo. A la vez, la publicidad de los medios tradicionales se ha ido a internet, dándoles el golpe final.
Twitter, la plataforma más influyente en política, es un foro elitista polarizado y de bajo nivel donde un 80% de los tuits son producidos por un 10% de los usuarios, pero tiene hoy el poder de fijar los marcos de discusión de la arena pública. Es el lugar al que periodistas y políticos van cuando quieren saber “cómo va la cosa”. Cuando los programas de farándula desaparecieron de la televisión junto con sus dinámicas insidiosas, estridentes y vulgares, muchos pensaron que se trataba de un signo de madurez cultural. Pero la verdad es que sus lógicas han colonizado todos los demás espacios. No tiene sentido la existencia de programas de farándula en un mundo donde la farándula es el programa.
El descontento ha adquirido un código populista: la oposición entre pueblo y élites. Todo lo que comunican las élites, independiente de su contenido, es procesado desde la sospecha y la búsqueda de intereses ocultos. Simplemente se desconfía de la mediación.
Esta crisis social es, entonces, el panorama general. Pero uno de los temas poco explorados del estallido es el rol que han jugado las élites en la descomposición del propio entramado de legitimidad política que las sostenía. Es un conflicto interno, después de todo, el que imposibilitó dar cauce al malestar popular y atizó, en vez, la desconfianza, dando paso a una lógica de “sálvese el que pueda”. Para entender este fenómeno es necesario indagar las dinámicas intra-elitistas durante el periodo anterior a octubre, que es el objetivo principal de este breve texto.
Entre 1990 y el 2010 hubo paz entre las élites. La centroizquierda pudo desplegar su programa reformista, mientras que la oposición de derecha no tenía incentivos para patear el tablero, pues mantenía un fuerte compromiso con el orden institucional vigente y tenía poderosos mecanismos con que defenderlo. Las redes de la derecha se extendían profundas hacia el sector privado, mientras que la centroizquierda fue ampliando la clase acomodada afín a ella, generando una burguesía concertacionista vinculada al Estado y también ocupando posiciones en el sector privado. Con el país creciendo fuerte, daba la impresión de que todos cabían en la fiesta. Ni la crisis asiática pudo detener ese optimismo. La derecha se dedicó simplemente a bloquear iniciativas legislativas usando las herramientas constitucionales, mientras que el afán reformista de la izquierda se fue apagando en consonancia con ese bloqueo.
Sin embargo, nada dura tanto tiempo detenido. La crisis subprime del 2008 pudo ser atajada gracias a los ahorros de la época de vacas gordas. Pero las expectativas de crecimiento fueron decreciendo progresivamente. El desgaste de la Concertación, además, comenzó a ser cada vez más notorio: sin potencia programática, lo que quedaba era una especie de agencia de empleos (“cultura de la corrupción” la llamó en su momento Jorge Schaulsohn). Los primeros quiebres políticos y generacionales internos se hicieron visibles, en especial el generado por Marco Enríquez-Ominami, cuya candidatura presidencial, sumada a la decadente repostulación de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, le abrió la puerta de La Moneda a la oposición por primera vez en dos décadas.
El año 2010 la centroderecha, bajo el liderazgo de Sebastián Piñera, gana por primera vez las elecciones presidenciales desde el retorno a la democracia. Es decir, luego de casi 30 años. Esto genera una serie de desequilibrios y trastornos inesperados. Entre ellos, el que más nos interesa es el de la pérdida de posiciones dentro del Estado por parte de los grupos profesionales arrimados a la Concertación. Dicho en términos poco elegantes, la pérdida del botín estatal de puestos de decisión e influencia para miles de clientes concertacionistas, cada uno de los cuales sostenía una red de menor nivel de tantos otros clientes dentro y fuera del aparato estatal.
La centroderecha, que asumió sin programa político (ya que su único programa por 20 años había sido el bloqueo legislativo), en vez de reducir de forma ordenada el botín, decidió repartirlo entre un número menor de sus propios clientes, generalmente jóvenes de perfil tecnocrático. Incluso se dejaron vacantes varios de esos espacios (lo que agregaba insulto al daño desde el punto de vista de los exiliados del Estado). La red concertacionista, en tanto, se vio en serios problemas, salvo algunas excepciones, para reconvertirse hacia el sector privado manteniendo el nivel de rentas e influencia que acostumbraban. Para la mayoría, la mejor expectativa era recuperar el gobierno y, con ello, sus posiciones; para lograrlo había que hundir la administración de Piñera a como diera lugar. La política de los consensos había terminado: se había roto el equilibrio de intereses que la sostenía.
Por otro lado, en la interna concertacionista se produjo un reacomodo de poderes. Los llamados “autocomplacientes” perdieron el gobierno y perdieron ideológicamente, ya que su posición —desfigurada por demasiados años administrando el Estado— no resultaba funcional a montar una oposición amplia y radical contra la nueva administración. Los “autoflagelantes”, en tanto, que generalmente habían sido mantenidos lejos del gobierno por el primer bando, eran mucho más poderosos que ellos en el Congreso. Es decir, todavía tenían cargos e influencia. Ellos mandaban, entonces, en esta vuelta. A ese factor se sumó, además, una crisis generacional: los “jóvenes” concertacionistas, la generación de recambio, tenía ya más de 40 años, y consideraron que era su momento de pasar a primera fila. Para hacerlo, debían golpear con toda la fuerza posible a la generación de los titanes de la transición.
Desde este punto de vista, no es raro que la Nueva Mayoría transitara rápidamente hacia una crítica radical al “modelo” ni que pasara a despreciar de la noche a la mañana todo su legado noventero. Esa crítica era justamente la sostenida desde un inicio por los “autoflagelantes”, además de la única herramienta ideológica que prometía ser capaz de reunir a toda la oposición para evitar que la derecha siguiera gobernando otro periodo. Todos los ideales y el programa de la Concertación original se habían gastado luego de veinte años de gobierno. De ese modo, los incentivos para la izquierdización estaban puestos sobre la mesa, y Bachelet, que siempre estuvo a la izquierda de la Concertación, tenía el liderazgo y la popularidad necesaria para convertir ese impulso en un nuevo programa.
Las protestas estudiantiles del 2011, en este sentido, parecieron caídas del cielo. Si la Concertación se había dedicado por años a atajar y domesticar movimientos sociales, esta vez operaría en sentido opuesto. El problema que les apareció en el camino es que la generación movilizada no tenía mayor respeto por la generación intermedia que pretendía tomar las riendas de la centroizquierda. Si bien muchos dirigentes de la izquierda estudiantil —como el ahora diputado Miguel Crispi— habían trabajado en la fundación de Bachelet y luego se sumarían al ministerio de educación durante su gobierno, no había ánimo para ser soldados de una camada anterior que veían como débil y fracasada. El Frente Amplio y su distanciamiento de la Nueva Mayoría es la expresión de esta lucha generacional desatada al interior de la izquierda.
El desenlace de esta apuesta por derribar rápido a Piñera y recuperar los puestos de influencia fue más bien desastroso, a pesar de lograr el primer cometido. Se generó una lucha de poder entre grupos y generaciones al interior de la izquierda que terminó en un proceso de constantes divisiones que todavía no concluye. Bachelet II intentó gobernar exclusivamente con gente de su círculo cercano, lo que privó a su gobierno del respaldo necesario para llevar a buen puerto sus ambiciosas reformas. El naufragio de su gobierno fue rápido y doloroso. El desgaste y la cantidad de caídos en todos los bandos resultan impresionantes. Basta mencionar que, por ejemplo, este ciclo termina con Carolina Tohá, la mejor política de la generación de transición, prácticamente retirada del ruedo. Y ni hablar de ministros como Arenas o Peñailillo. La Democracia Cristiana, en tanto, se partió por la mitad, sufriendo un vigoroso ataque por parte del Partido Comunista, al igual que durante los sesenta y setenta.
La izquierda quedó, entonces, inválida. Si la Concertación hubiera asumido que estarían probablemente una década fuera del poder y se hubieran dedicado a sacar músculo programático y político para renovar su proyecto, quizás las cosas habrían sido diferentes. Pero había un fuerte interés material por volver al poder, una generación deseosa de heredar y un lote entero de autoflagelantes que habían sido barridos bajo la alfombra del Congreso convencida de que era su turno. La derecha, además, claramente no tenía oficio político, por lo que hacerla naufragar no fue muy difícil. El circo de errores, desorientación política y personalismo injustificado de la primera administración de Piñera habrían despertado el hambre en cualquiera.
Eso nos lleva al segundo gran problema: la derecha. Como ya dijimos, por veinte años este sector se dedicó a ser el freno de mano del reformismo concertacionista utilizando los mecanismos constitucionales funcionales a dicho propósito (quórums especiales, sistema electoral binominal y, algo después, Tribunal Constitucional). Esta función agotaba su programa. Luego, jamás se preparó para gobernar. Su mayor objetivo era proteger el orden institucional y económico establecido por la dictadura, que veían como una especie de motor de desarrollo cuya integridad debía ser cuidada. No hubo maduración programática alguna, fuera de lugares comunes como “cortar la grasa del Estado”, “no más operadores” y “mano dura contra la delincuencia”. La convicción, repetida una y otra vez, era que “las ideas ya están” y el tema era saber ejecutarlas. Es decir, un problema técnico, de management.
El segundo gobierno de Piñera demostró, al poco andar, que no había aprendizaje. A pesar de que la campaña presidencial mostraba otro tono y una agenda centrada en prioridades sociales, desde el inicio fue visible que esto había sido un maquillaje de lo mismo. Con Cristián Larroulet de Libertad y Desarrollo en el segundo piso y una serie de amistades de similares convicciones pululando en los cargos de confianza, tempranamente la segunda administración de Piñera tomó la misma forma que la primera. Y, al poco andar, cometió los mismos errores: grandilocuencia, exitismo y errores comunicacionales graves, todo frente a una oposición que no le daría tregua. Así llegamos a octubre del año 2019, en que el gobierno fue un actor clave en convertir una serie de sucesos preocupantes en un estallido tremendo, principalmente mediante una declaración de guerra contra un enemigo no identificado y un mal uso de las fuerzas represivas que generó una escalada en la violencia.
La crisis de octubre fue tan fuerte que finalmente la oposición cedió a la búsqueda de un acuerdo para tratar de destrabarla. Esto llevó al compromiso de un plebiscito constitucional. Sin embargo, el ambiente de acuerdo duró poco. Y habría sido difícil que fuera de otra manera: no hay ningún incentivo, más allá del temor más directo, a sostener la paz política.
¿Cómo salir de este complejo escenario? La respuesta no es sencilla, pues la crisis tampoco lo es. No habrá balas de plata. Lo que me parece evidente es que si las actuales dirigencias políticas no logran conducir el proceso, la posta probablemente pasará a algún líder de corte populista y autoritario. En otras palabras, si las élites políticas no ordenan su disputa, serán descartadas en su conjunto.
En este sentido, es importante bajar las expectativas respecto a la idea de que una nueva constitución pueda, por sí misma, aplacar las furias. Una nueva constitución —o una reforma constitucional— debe ser un instrumento para el despliegue de un acuerdo previo. De lo contrario, se volverá simplemente otro campo de batalla más para constatar las tensiones y oposiciones ya instaladas. Es necesario que una tregua elitista preceda ese proceso para que sea fértil.
Dicha tregua, por supuesto, corre el riesgo de ser otro pacto oligárquico. Una repartija que le entregue un poco de la torta a todos los grupos lo suficientemente influyentes. Daniel Mansuy ha destacado con razón este peligro, que nos podría llevar a un escenario de lucha de clases todavía peor en pocos años. Frente a esto, inspirado en las lúcidas propuestas de Michael Lind y su libro A New Class War, considero de máxima importancia buscar un pacto entre clases sociales que no deje a nadie afuera. Para esto, las élites en disputa deben acceder a renunciar a ciertos territorios y recursos disputados, cediéndolos total o parcialmente a otros grupos sociales (por ejemplo, a una clase funcionaria profesional que administre el aparato público). De este modo conquistarán parcelas de influencia más modestas, pero más duraderas y valiosas. Solo un pacto de renuncia ordenada de privilegios puede devolverle legitimidad a las instituciones y a las clases dirigentes.
En suma, requerimos de un acuerdo nacional que pele mejor el chancho, pero entre todas las clases sociales, y no solo entre grupos poderosos. El problema es que es necesario que este acuerdo nazca justamente de los grupos que perderán poder con él, pues deberán cederlo al resto de las clases, bajo un régimen meritocrático y transparente. El poder retenido, sin embargo, será legítimo y más estable. Y esa calidad, supongo, es suficiente para compensar la menor cantidad. Especialmente si aleja un escenario de guerra de élites que, tal como en 1891, tiene el potencial de arrasar con todo.
Pablo Ortúzar es antropólogo social y magíster de Análisis Sistémico por la Universidad de Chile. Actualmente cursa estudios de doctorado en la Universidad de Oxford. Es autor del libro El poder del poder (Tajamar, 2016), coautor de Gobernar con principios (LyD, 2012) y traductor de La gran sociedad (IES-Cientochenta, 2014), de Jesse Norman. Es investigador del Instituto de Estudios de la Sociedad.