Artículo escrito por Joaquín Castillo y Guillermo Pérez y publicado en septiembre de 2020 en el tercer número de la revista del IES, Punto y coma.
“El lugar que le corresponde al arte dentro de la sociedad no es distracción de la vida, sino vida más plena, no embeleco para ocultar al hombre, sino nuevo instrumento para que el hombre llegue a serlo”
En el año 2003, Chile se gloriaba de tener un sistema político e institucional ejemplar. Tiempo antes había asumido la presidencia Ricardo Lagos, con orgullo por parte de la izquierda y bastante incomodidad desde la derecha. Después de todo, quien se calzaba la banda presidencial había sido correligionario de Salvador Allende e interpelador directo de Augusto Pinochet en las vísperas del plebiscito de 1988. Se cumplían, además, treinta años del golpe de Estado, esta vez mirando más de frente los problemas pendientes en materia de violaciones a los derechos humanos. Eran tiempos en que el país aún no sabía bien cómo relacionarse con los episodios más dolorosos y traumáticos de su pasado reciente. Si, por un lado, había una institucionalidad política funcionando de manera ejemplar, había una parte importante de la historia que no sabía bien cómo procesarse. Desde entonces, la novela ha sido un lugar privilegiado para explorar esa deuda: Roberto Bolaño, Germán Marín, Arturo Fontaine, Mauricio Electorat, Nona Fernández o Carlos Cerda, son algunos de los autores que han abordado profusamente la memoria, los crímenes y la violencia política de esa época.
Ese mismo 2003 aparece el tercer libro de crónicas de Pedro Lemebel, Zanjón de la Aguada (Seix Barral). Aunque la memoria y el pasado son temas relevantes en su obra (pocos años antes había publicado Tengo miedo torero, donde novela el atentado del FPMR a Pinochet en el Cajón del Maipo), este nuevo libro ilumina con crudeza un mundo radicalmente distinto al de los discursos predominantes del desarrollo y la modernización chilena. Al mostrar la pobreza de las barriadas, la violencia brutal del narcotráfico o la falta de sentido de pertenencia en el Chile actual, se comienza a escuchar una nota discordante de la política oficial, obnubilada con el indudable despegue macroeconómico y obsesionada con lograr el prestigio internacional de una nación que va camino al desarrollo. Los textos de Lemebel reflejan las grietas que había en ese escenario de éxito, y muestran los lados oscuros de un país que, entre discursos de jaguares e ingleses de Latinoamérica, parecía convencerse de que su pertenencia al continente se debía a un error geográfico. En “Sanhattan (o el vértigo arribista de soñarse en Nueva York)”, por ejemplo, Lemebel muestra esa tensión y, con una ácida ironía, critica a quienes por esos años se esforzaban en encontrar cualquier tipo de coincidencia entre Santiago y Manhattan: “algo se asemeja a Nueva York. Y quizás es la única forma de habitarlo complacido, encontrándole alguna similitud con cierto lugar donde la burguesía quisiera haber nacido: Roma, Londres o París”. En otro texto, “Carta a la dulce juventud”, Lemebel se dirige a algunos grupos que estaban al margen de cualquier retórica triunfalista: estudiantes endeudados, jóvenes embarazadas, raperos, miembros de barras bravas. Tal como si la crónica hubiera sido escrita en medio del estallido social de octubre, los invita a imaginar un nuevo Chile, “un sitio digno donde respirar libertad, justicia y oportunidades sin besarle el culo a nadie”.
Con esta publicación, a principios de los 2000, Lemebel emprende un camino distinto —retomando, de todos modos, una tradición que ya existía en la literatura nacional— y comienza a explorar algunas tensiones que se irán haciendo cada vez más presentes en la narrativa chilena. Desde distintos ángulos y géneros, desde estilos de escritura diversos, la literatura será capaz de observar aquella realidad que, como se dijo en octubre, “no se vio venir”. A partir de este momento, diversos autores y obras pondrán el énfasis aquellas experiencias que han estado al margen del éxito chileno, en quienes lo ven pasar como una realidad que no les toca en nada. De algún modo, este conjunto de novelas y cuentos podrían ayudar a comprender el contexto social y cultural en el que surgieron las manifestaciones de fines del 2019, aunque no con un afán programático o con una tesis explícita. Como lo hace la literatura y el arte: de refilón, ampliando la perspectiva al mostrar aquello que no siempre vemos.
La literatura de esos años, vista en retrospectiva, podría servir como telón de fondo para aquellas realidades que no se miraron con atención o que fueron descuidadas por la política oficial. Estos textos muestran, además, un giro interesante de la atención narrativa. Poco a poco, el panorama editorial chileno se colma de una serie de ficciones que, lejos de los tradicionales discursos de la memoria que dominan los primeros lustros de la transición, buscan develar las heridas ocultas de un país que creyó ser un jaguar.
Si la voz de Lemebel apuntaba de manera más o menos solitaria a las grietas del desarrollo, con el paso de los años serán muchos más los libros que sí han representado esa realidad que explotó dolorosamente en octubre de 2019. Más de una década después de Zanjón de la Aguada, la escritora Paulina Flores publicó en 2015 el volumen de cuentos Qué vergüenza (Hueders). Varios de los personajes de Flores dan cuenta, aunque sin ningún aspaviento ni efectismo, de las precariedades que abundan en muchos sectores del Chile contemporáneo. En ellos no contemplamos la miseria descarnada de los márgenes que sí vemos en las novelas de Gómez Morel, Méndez Carrasco o Rojas a mediados del siglo XX. Los chilenos retratados en Qué vergüenza tienen acceso al consumo y, por lo general, no pasan hambre ni frío. Sin embargo, viven con la incertidumbre de estar siempre al borde de la pobreza y pende sobre sus cabezas la frustración, la soledad y, en muchos casos, la desesperación.
Así ocurre, por ejemplo, en “Talcahuano”, quizás el relato mejor logrado del volumen. En él se narra cómo la penuria material y afectiva aceleran, de forma dramática, el tránsito hacia la adultez de un niño que contempla a su padre hundirse en el fracaso. El punto más hondo de la miseria viene cuando la desesperación de su progenitor lo lleva a intentar suicidarse: “cloro, mi padre había tomado cloro. Una botella de Coca-Cola de litro y medio llena del cloro que pasaba vendiendo una furgoneta cada semana (…) Solo pensó en mi madre. Quería llamar su atención. Pensó: voy a mandarle un mensaje, voy a tomarme su trabajo, sus estúpidas aspiraciones. Su ambición. Voy a beberlas y hacer que me maten con cada trago”.
En “Talcahuano” y otros cuentos del volumen se describe a la familia como una realidad que no alcanza a proteger a sus miembros de las amenazas de un mundo inclemente y poco compasivo; no tanto porque ella sea incapaz de hacerlo, sino porque la sociedad ya no tiene ninguna consideración con esas familias: “desde hace días que la comida escasea en la casa. Mi madre dice que ha calentado el pan para ablandarlo un poco. Nadie le sigue la conversación. El pan se quemó, y ahora, además de duro, está negro como el carbón. Tomamos té en silencio. De pronto, mi madre se levanta, agarra una de las marraquetas y la lanza contra la pared gritando”. Así, Flores intenta mostrar el desgarro del Chile actual, que en muchas ocasiones no muestra compasión con quienes quedan abajo del tren del desarrollo.
En ese relato, el paso a la adultez está lleno de episodios dolorosos, donde ni la familia ni el entorno en el que se vive son realidades que favorecen la formación de vínculos demasiado estables. Por eso, antes que replicar en la vida adulta los dolores de su niñez, el narrador de “Talcahuano” prefiere cortar todos los lazos con su pasado, asumiendo una rigurosa soledad que se transforma en su coraza para hacer frente al futuro: “cuando terminé de limpiar y ordenar la casa quedé exhausto, y pensé que en adelante debía seguir así: cansarme e imponerme obligaciones para prosperar en la vida. Creí que eso me mantendría a salvo. No iba a vagabundear como mi padre ni a preguntarme, temeroso, qué sería de mí”. Flores muestra, además, cómo aquellas dinámicas sociales que alguna vez representaron la posibilidad de un futuro mejor —la educación y los discursos en torno al esfuerzo personal y el mérito— van perdiendo credibilidad con el paso del tiempo, pues no logran cumplir sus promesas de cambio y ascenso social: “y me endeudé para estudiar, y trabajé doce horas diarias y gasté dos más en viajes en micro, e hice todas las cosas que hace la gente para alcanzar cierto bienestar, y me cansé, me convertí en una persona cansada”. A fin de cuentas, el mérito y el esfuerzo no siempre conducen al bienestar tan prometido por la retórica del éxito noventero.
En 2017, en medio de una discusión pública marcada por los intentos de solucionar los problemas de la educación en Chile, Daniel Campusano publica No me vayas a soltar (La Pollera). En ella se cuenta la historia de Antonio, un joven profesor del sector oriente de la capital que, sumido en una profunda crisis vocacional, comienza a hacer clases en un colegio de un barrio marginal de Santiago. En él los estudiantes viven amenazados por el narcotráfico, el abuso sexual y la violencia dentro y fuera del hogar. La primera reacción del protagonista frente a la pobreza —desconocida para él— está marcada por un sentimiento de culpa que atraviesa toda la novela: “tantas veces hablando sobre igualdad y justicia, pero, finalmente, era apenas un snob que cambiaba el mundo tomando vodka, exponiendo cifras y noticias”.
La culpa de Antonio está mediada por el impacto que provoca en él corroborar la existencia de dos mundos radicalmente diferentes. Son dos ciudades en un solo escenario, dos realidades que, a pesar de estar más o menos cerca geográficamente, no establecen diálogo alguno, y si lo hacen es solo a partir de prejuicios que impiden una relación horizontal: o prima la violencia del choro, o gana el paternalismo de quien se cree más cultivado. Antonio, por un lado, tiene lástima por sus estudiantes, no los percibe como iguales; los apoderados, en cambio, son escépticos de los efectos positivos que puede tener en sus hijos la labor del protagonista. Como le dice uno de ellos a Antonio: “ustedes pescan sus autos y se van para el barrio alto, y allá todos serán más finos y educados, pero acá no. Acá las niñas de quince andan bailando con petitos y faldas en plena calle. Aquí no tenemos nanas. Aquí los niños escuchan de todo y no podemos evitarlo porque hay que trabajar. Yo voy a planchar tres veces a la semana a una casa en La Reina y no puedo vigilar con quién se juntan o qué escuchan en la tele”. La infancia de sus estudiantes se transforma en una etapa amenazada, constantemente desgarrada por la marginalidad y la pobreza (dos años después, en El sol tiene color papaya, Campusano volverá un poco más complejo su dibujo de la sociedad chilena: en el barrio alto, aunque de muy distinta índole, también hay precariedades, soledad y un anhelo enorme por pertenecer a algo).
Otro texto relevante en este panorama es Buganvilia, con el que Rodrigo Cortés ganó en 2018 el premio Revista de Libros de El Mercurio. Esta cruda novela relata cómo Borja, un abogado con problemas siquiátricos, intenta ayudar a salir de la miseria a una serie de personajes que, incapaces de arrancar de la violencia y el narcotráfico, sucumben ante un destino que no da tregua. Buganvilia está repleta de voces que relatan la tragedia de las vidas marginales y la invisibilidad de quienes la experimentan. Así ocurre, por ejemplo, con Rodrigo, un alcohólico que luego de vivir en la calle solo se siente tratado como persona cuando está internado en un hospital público: “el doctor Becerra demostraba interés en él y muchas veces en rondas con internos Rodrigo se mostraba orgulloso de sus desperfectos y enfermedades que eran descritas por el médico de manera inentendible, pero con tal solemnidad, que Rodrigo sentía que ese tono le devolvía cierta dignidad que pensó ya había perdido. Cuando el doctor Becerra lo volvía a cubrir con la sábana, él se sentía importante. Alguien”. La situación de Rodrigo es similar a la de Maikel y Lloni, dos jóvenes a los que Borja, el protagonista, intenta ayudar a salir de su miseria. Condicionados por un futuro sin esperanza y en medio de una vida marcada por la precariedad, estos jóvenes dejan aflorar sus instintos de supervivencia y entran en una escalada de violencia que solo puede terminar mal: “y era obvio si aquí todos los cabritos cuando nacen buenos para salvarse están cagados. Así mueren. Y de cabritos. Si no llegan a los treinta vivos. O presos o muertos. Así es la vida aquí. Para qué vamos a estar con hueás”.
A su vez, Buganvilia muestra con desgarradora crudeza los fracasos del Estado y la insalvable distancia de los sectores pobres con esos organismos estatales. El narrador sugiere que el diálogo entre ambos es imposible, porque no existe siquiera un lenguaje compartido; la brecha entre los diagnósticos oficiales y los problemas los grupos marginados es tan amplia que la ayuda profesional parece no encontrar ningún camino disponible para acortar esa distancia.
Si Pedro Lemebel reabrió un camino a través del cual pudo mostrar una dura realidad social, esa ruta ha sido profusamente recorrida por otros escritores. Abundan los relatos que, desde las licencias que entrega la ficción, ahondan en las precariedades e incertidumbres del Chile contemporáneo. A los autores ya mencionados se suman otros, como Alejandro Zambra, Marcelo Lillo, Emilio Gordillo, Marcelo Mellado, Diamela Eltit, Arelis Uribe, Ernesto Garratt, Cynthia Rimsky o Yuri Pérez. Todos ellos han retratado un país donde la inestabilidad económica de los sectores medios y bajos está a la orden del día, en el que las comunidades y los grupos de pertenencia se encuentran debilitados, y donde las proyecciones del futuro están íntimamente determinadas por el origen socioeconómico.
Sin embargo, ¿por qué este tipo de relatos parecen haber quedado invisibilizados en nuestras discusiones públicas? ¿Es que simplemente las novelas y cuentos no ocupan un lugar relevante dentro de la sociedad chilena? ¿O será que estamos frente a una carencia más profunda, que no se explica solo a partir de nuestras tensiones, sino que es propia del mundo moderno?
Estas preguntas podrían responderse con aquello que Walter Benjamin consideró como una manifestación importante de su época: “la cotización de la experiencia ha bajado”. Según él, después de la Primera Guerra Mundial, las personas regresaban mudas de las trincheras, “no más ricas, sino más pobres en experiencias comunicables”. Así, al volver del campo de batalla, los soldados no eran capaces de representar lo que les había tocado vivir. De ese modo, una sociedad que vivía en la ilusión de una paz perpetua y veía en la guerra una oportunidad para purificar al hombre y conducirlo hacia la realización de los ideales modernos, terminó enfrentándose cara a cara con un episodio brutal de la historia universal, tan brutal que la dejó sin palabras. Ahora bien, para el filósofo alemán, las causas de esta pobreza de la experiencia no se encuentran solo en la guerra, sino también en el progreso científico y en lo que él llama el “enorme desarrollo de la técnica”. Desde los tiempos de Benjamin, ese último fenómeno no ha hecho más que acentuarse.
Lo anterior coincide con algunas de las reflexiones de George Steiner acerca de la modernidad. Según él, en este cambio de época se rompe el diálogo y la proximidad que durante siglos tuvieron las ciencias y la poesía. No solo eso, sino también el vínculo entre la palabra y la realidad se diluye; como consecuencia, el lenguaje se vuelve incapaz de salir de sí mismo, y el mundo termina siendo inexpresable por medio de las palabras. Las ciencias exactas, a su vez, desarrollan un método que se vuelve requisito ineludible para acceder a cualquier tipo de conocimiento, mientras que la poesía (aunque podemos referirnos con aquel término a las artes y las humanidades en general) se convierte en un placer propio de eruditos y sabihondos. Ya no hay espacio para la belleza en un mundo que privilegia los discursos técnicos, que solo pareciera valorar el progreso, la rentabilidad y la innovación. La palabra, despojada de cualquier capacidad evocativa, termina abandonada en un rincón.
¿Qué tienen que ver Benjamin o Steiner con aquello que venimos señalando aquí? Aproximándonos a nuestra crisis de octubre a partir de sus reflexiones, es posible notar algunos puntos en común. Durante los últimos cuarenta años hemos podido contemplar cómo el desarrollo de la técnica y los discursos relativos a ella —sobre todo cuando se esgrimen razones de orden económico— tomaron la delantera como modos de interpretar la realidad chilena. Izquierda, centro o derecha; latinoamericanistas o nacionalistas; revolucionarios, terceras vías o contrarrevolucionarios, todos intentaban comprender el país desde la incapacidad de las estructuras económicas o institucionales para hacer frente a los desafíos de una nueva realidad. Este diagnóstico se extrema cuando en los años ochenta la economía se transforma en la decana de toda decisión política. De alguna manera, los noventa y dos mil son herederos de la hegemonía de los discursos tecnocráticos, en desmedro de otros lenguajes capaces de observar zonas de la realidad inexploradas y de mostrar la experiencia cotidiana de aquellos sujetos que viven en carne propia nuestras tensiones sociales.
La masividad de las protestas de octubre y la profundidad de la crisis institucional derivada del estallido social permiten arrojar una nueva luz al modo en que se leen las ficciones revisadas en las secciones precedentes. La experiencia de la precariedad ahora tiene una mayor sintonía con el discurso político: simplemente, ya no es verosímil ni atendible la unicidad de la retórica triunfalista del modelo chileno. Sus grietas se volvieron evidentes luego de octubre, y hoy hay más conciencia de esos grandes sectores invisibles de la sociedad.
Donde antes había una desconexión, la ficción parece haber tendido un lazo con el cual dotar de un lenguaje a la experiencia de vivir en el Chile actual. Antes del estallido social, parte importante de las discusiones públicas giraban en torno a debates de las élites que poco tenían que ver con esa experiencia del margen en medio del desarrollo. Y aunque se hablara de desigualdad o de la mala calidad de la educación, los rostros de Rodrigo, personaje de Buganvilia o de Antonio, el profesor que protagoniza las novelas de Daniel Campusano, le dan una textura concreta a un debate que suele centrarse en cifras macroeconómicas o en políticas públicas demasiado abstractas para quienes sufren en carne propia dichas carencias.
Hay que advertir, sin embargo, que atender a estos textos no ayuda a diseñar mejores políticas públicas, pero sí permite, al menos, encontrar un lenguaje compartido (ese que no había entre la burocracia estatal y quienes supuestamente debían beneficiarse de ella en Buganvilia) y saber de qué se habla cuando se ponen en la palestra este tipo de problemas que trae aparejado el desarrollo. Esa experiencia común, quizás, fue lo que faltó para que se pudiera comprender mejor esa crisis que nadie previó. De esta forma, los titulares y frases repetidas hasta el hartazgo luego del 18 de octubre —“no lo vimos venir”— se explican, en parte, porque la clase dirigente simplemente no tiene dentro de sus referencias el horizonte que sugieren estos textos.
Dicho de otro modo, en nuestro espacio público han tenido escasa cabida retóricas alternativas que permitan traducir en otros términos la experiencia de vivir en Chile, pues el debate fue absorbido por el discurso de la técnica y la economía. Pertinentes en sus campos respectivos, el dominio casi total de esos relatos en todas las discusiones públicas ha generado puntos ciegos de los que conviene tener conciencia. ¿No vale la pena, acaso, volver sobre las novelas y cuentos de Campusano, Flores, Cortés, Garratt, Zambra, Uribe o Lemebel, para comprender aquello que se nos había extraviado del Chile contemporáneo? La literatura no nos dará ningún conocimiento práctico acerca de la actual crisis o de las soluciones que necesitamos para modernizar el Estado o reimpulsar la fuerza laboral, pero sí nos permite construir un relato más complejo sobre nosotros mismos, un relato que no sea unidimensional ni dependa solo de criterios y clasificaciones socioeconómicas. La experiencia de un individuo con su entorno, sus sentimientos y relaciones cotidianas, también son determinantes para comprender nuestros problemas. Y es ahí donde estas novelas, cuentos y crónicas se vuelven indispensables.
Joaquín Castillo es licenciado en letras y magíster en literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile, y alumno del doctorado en literatura de la misma institución. Es subdirector del IES.
Guillermo Pérez es abogado de la Universidad Adolfo Ibáñez y estudiante del magíster en literatura comparada de la misma casa de estudios. Es investigador del IES.