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Rescate: La autoridad democrática al final del siglo
Jean Bethke Elshtain
Traducción de María Josefina Poblete
Como bien refleja esta lúcida reflexión de la filósofa estadounidense Jean Bethke Elsthain (1941-2013), desde hace al menos un cuarto de siglo ya había algunos signos de la crisis que vivía la democracia norteamericana. En particular, y de la mano de Hannah Arendt y Alexis de Tocqueville, la autora de La democracia puesta a prueba (IES, 2024) explora los problemas que subyacen a la pérdida del sentido de la autoridad, que tiene raíces tan profundas como una escasa socialización y la pérdida de nuestras comunidades más básicas, como las familias y las iglesias.
La reflexión de Elsthain no ha perdido actualidad ante una situación política que sigue mostrando problemas equivalentes con respecto al sentido de la comunidad política y la búsqueda de una institucionalidad sana y sustentable. Este ensayo se publicó originalmente en The Hedgehog Review, edición de primavera de 2000, y su versión en inglés está disponible en hedgehogreview.com. Agradecemos a los editores de aquella revista por permitirnos reproducir una traducción al castellano de este texto en Punto y coma.
Existe un consenso generalizado de que la democracia estadounidense está en crisis. Los cientistas sociales ofrecen una montaña de datos que demuestran que estamos agotados cívicamente, que somos cínicos y desarraigados en términos políticos, desconfiados en lo social y temerosos en lo personal. Se trata de un extraño giro para un país que, a lo largo de su historia, ha sido asociado al optimismo y a una sólida fe en la democracia, un país que alguna vez tuvo una confianza profunda en sus instituciones y en su capacidad para preservarlas intactas a lo largo del tiempo. Hoy, una fe democrática anémica y vacilante —y con ella, el declive de la confianza en nuestras instituciones básicas— amenaza con impedirnos mantener estas instituciones en el tiempo.
La crisis de la autoridad democrática
Es posible abordar esta cuestión, esta preocupación, desde varios ángulos. Los cientistas sociales que han seguido de cerca el fuerte declive de la vida asociativa en Estados Unidos sostienen que las pruebas apuntan nada menos que a una crisis en la “formación del capital social”; es decir, en la creación de vínculos de confianza y competencia social y política. Los teóricos políticos y sociales, entre los que me incluyo, evocan a Tocqueville y hablan del debilitamiento de ese denso tejido —esa ecología social— que históricamente ha desempeñado buena parte del trabajo práctico de la democracia. Sin duda, los efectos debilitantes del aumento de la desconfianza, la privatización y la anomia son numerosos. Por ejemplo: existe un respaldo empírico abrumador a la creencia popular de que, cuando los barrios se mantienen intactos, disminuyen el abuso de drogas y alcohol, la delincuencia y la maternidad adolescente. Dado que las familias y los barrios son cada vez menos propensos a permanecer intactos, todas las formas de comportamiento destructivo —tanto individuales como sociales— han ido en aumento entre los niños y los jóvenes. La lista es interminable. Por cada optimista panglossiano, hay en la actualidad una docena de personas con una evaluación mucho más pesimista sobre nuestras perspectivas hacia el futuro. Todo esto sugiere que el optimismo que durante mucho tiempo sostuvo las expectativas democráticas —especialmente la idea de que los seres humanos son capaces de autolimitar su libertad y ejercer un autogobierno sólido— está muy deteriorada, y nuestra cultura pública muestra signos considerables de desgaste.
Me centraré en una sola dimensión de nuestro descontento: la crisis de la autoridad democrática. Estoy convencida de que el declive colectivo que hemos experimentado en la confianza se debe, en parte, a una crisis general de la autoridad. Esta crisis afecta a todas las instituciones formativas: la religión, la educación, la familia y el gobierno. Además, plantea preguntas sobre la vigencia del poder de aquello que los teóricos políticos han denominado como “fundamentos” o momentos fundacionales.
Eclipsada en gran medida por el debate epistemológico sobre el fundacionalismo, la preocupación por los principios políticos ha perdido importancia. Sin embargo, vale la pena recordar en qué consistieron esos momentos y qué pusieron en marcha. Imaginemos lo siguiente: surge un nuevo orden cívico. Es preciso plantearse, entonces, ciertas preguntas: ¿cuál es la naturaleza de este nuevo orden? ¿Cómo ha de instituirse entre hombres y mujeres? ¿Dónde reside la autoridad? Porque ningún ejercicio del poder político es legítimo sin un acuerdo general en torno a ciertas normas, principios, documentos, instituciones e incluso narrativas culturales, relatos e himnos que detenten autoridad. La historia democrática añadió lo siguiente: mediante compromisos y promesas —un contrato o pacto social— las personas deciden unir sus destinos.
No buscan un mundo perfecto, sino uno mejor. Y la autoridad es necesaria para su propia realización. Pero tal vez hayamos perdido esta comprensión de la autoridad. Al menos así lo creía Hannah Arendt. Entre sus muchas afirmaciones contundentes encontramos la siguiente: la autoridad, sostenía, “se ha esfumado del mundo moderno. En vista de que no podemos ya apoyarnos en experiencias auténticas e indiscutiblemente comunes a todos, la propia palabra está ensombrecida por la controversia y la confusión”. Volveremos a este fuerte planteamiento más adelante para reflexionar si, en efecto, es necesario como condición previa para una explicación defendible de la autoridad. Por el momento, es importante señalar un punto que Arendt pareciera sugerir: necesitamos compartir, de manera profunda y amplia, un conjunto de experiencias fundamentales de trabajo, labor y acción sobre las cuales podamos apoyarnos; y que, si carecemos de ellas, la autoridad “desaparece”.
Arendt continúa: los modernos tardíos “ya no estamos en condiciones de saber qué es verdaderamente la autoridad”. Lo que hemos perdido, añade la autora de forma bastante elíptica, “no es la ‘autoridad en general’, sino, más bien, una forma muy específica que ha sido válida en Occidente durante largo tiempo” [2] . Ella no señala —aunque podría haberlo hecho— que gran parte de la historia del mundo occidental no fue democrática, es decir, que no tomó forma como una política democrática en el sentido que hoy valoramos y reconocemos. Quizás, podríamos replicar, si Arendt hubiera limitado su lamento a la autoridad tradicional predemocrática, no habría llegado a una conclusión tan severa.
Pero Arendt va más allá. La autoridad democrática, argumentará luego, también depende de dar por sentadas ciertas verdades, ciertas cosas evidentes. La soberanía del pueblo nunca es absoluta, sino que se controla, se moldea y se reformula en la práctica a través de diversas instituciones que ayudan a modular las pasiones y a dar forma a los intereses democráticos. Y estas instituciones, a su vez, siempre han obtenido gran parte de su fuerza legitimadora de algún punto externo a ellas mismas, por ejemplo, de la naturaleza o del “Dios de la naturaleza”. En cierto sentido, los demócratas se han preocupado históricamente de que la soberanía del pueblo pudiera convertirse en un principio absoluto, una tiranía en la práctica. Por lo tanto, nunca podría ser una ley en sí misma. De ahí el constitucionalismo, con su larga y compleja historia, demasiado extensa para tratarla aquí en detalle. La legitimidad de la Constitución estadounidense derivaba, en parte, de la nobleza y la recta razón de sus fundadores —no olvidemos, por ejemplo, la reverencia estadounidense, hasta hace poco, por los Padres Fundadores—. Pero esa “recta razón” no era simplemente suya, un producto de sus propios razonamientos autocontemplativos, sino más bien una “recta razón” como discernimiento de un cierto tipo, que descubría (no inventaba) ciertos principios perdurables que precedían (al menos in situ) a las vidas de Jefferson, Franklin, Madison, Hancock, Hamilton y los demás.
Volvamos al relato de Arendt. Si tiene razón, la breve narración que acabamos de recordar sobre la fundación de Estados Unidos ya no se sostiene, o más bien, se escapa rápidamente a través de los agujeros de un colador llamado “modernidad tardía”. El problema de nuestra incapacidad para distinguir la autoridad de otras posibilidades y manifestaciones humanas genera y perpetúa un terrible error, una confusión básica: la tendencia a confundir el poder, la coacción e incluso la violencia con la autoridad. Mao lo hizo de la forma más famosa, por supuesto, con su afirmación “El poder nace del cañón de un arma”. Aquí no hay sutilezas sobre la autoridad: solo fuerza bruta, y la legitimación tendrá lugar una vez que los enemigos sean vencidos. Arendt criticó duramente a Mao por esto. Lo que nace del cañón de un arma es la violencia, no el poder. Al no distinguir entre las diferentes modalidades y formas de ser en un mundo político, caemos en algo parecido a un abismo conceptual e incluso político. Perdemos el pasado a medida que “la permanencia y la estabilidad” del mundo se desvanecen. Esta pérdida equivale a la desaparición de los cimientos del mundo, que desde entonces ha comenzado a cambiar, transformándose con una rapidez cada vez mayor, pasando de una forma a otra, como si viviéramos y lucháramos en un universo proteico donde todo, en cualquier momento, puede convertirse en casi cualquier otra cosa [3].
Con su crítica, Arendt apunta a ciertas tendencias del liberalismo filosófico, refiriéndose al modo de pensamiento más profundamente implicado en la confusión entre coacción y autoridad. (Si estuviera viva hoy, sin duda encontraría otros objetivos). Esta confusión, a su vez, da lugar a actores políticos que desprecian igualmente cualquier distinción entre autoritarismo, por un lado, y gobierno autoritario, por otro. Pero la autoridad no es tiranía; de hecho, el recurso a la tiranía es un signo de que la autoridad legítima se ha desplomado y ha dado paso a la violencia.
Históricamente, la figura autoritaria legítima era aquella que estaba sujeta a obligaciones. Estaba sujeta a la ley, a la tradición y a la fuerza de los ejemplos y experiencias del pasado. Estar sujeta a obligaciones concretas garantizaba un marco de actuación y contribuía a crear y mantener espacios públicos específicos, ya fueran la Iglesia, la política u otras instituciones de la vida social. Por lo tanto, la figura de autoridad sujeta a obligaciones no era libre de hacer lo que quisiera, de formular cualquier reivindicación y de imponerla. Esa era la anarquía del tirano: ya fuera el rey que se había vuelto tiránico y, en consecuencia, podía ser asesinado como un flagelo para su pueblo y un rebelde contra Dios (aquí mi referencia es el Politicraticus de Juan de Salisbury); o el tirano del siglo XX, un Hitler o un
Stalin que no conoce ni reconoce las leyes de Dios, ni las de la naturaleza ni las de la decencia humana (el “sentido común”, siguiendo la formulación de Arendt) y se erige en ley para sí mismo, convirtiéndose así en ejecutor de un terror y una violencia caprichosos.
Para Arendt, considerar este tipo de casos como un ejemplo de autoridad inusualmente dura es vulgarizar: es violentar la verdad, lo que ella llamaba sin tapujos el hecho obstinado de la cuestión. La autoridad y la obediencia —o la fidelidad— son gemelas. Sin embargo, al obedecer, al ofrecer lealtad a una tradición compartida, constitutiva del yo y del mundo, uno permanece libre; libre, pero vinculado. Esta libertad acotada es la única forma de garantizar la creación de un espacio común, de restringir y al mismo tiempo nutrir y hacer posible la acción humana.
La autoridad en el ámbito político
Arendt estaba particularmente preocupada por un mundo político constituido por la autoridad, un mundo que, por lo tanto, rechazaba a los déspotas por considerarlos incapaces de gobernar. Porque el poder de coaccionar es incompatible con la libertad de los demás, y también con “su propia libertad [la del tirano]. Donde él gobernaba solo había una relación, la de amos y esclavos”[4]. Entre amos y esclavos (o al menos así lo creían los griegos) no había posibilidad de comunidad ni de tradición común; el abismo era infranqueable. Todo el pensamiento político posterior, al menos hasta la modernidad tardía, ha sido un intento de establecer “un concepto de autoridad en términos de gobernantes y gobernados […] y no existe un rey-filósofo que regule los asuntos humanos de una manera definitiva”[5]. Esto implica, pues, la búsqueda de una comunidad de iguales que compartan el gobierno y la condición de ser gobernados, así como un compromiso mutuo con las normas y reglas autoritarias.
Porque la vida de la comunidad política no se reducía solo a la vida, sino que apuntaba a la “buena vida”. Esta buena vida cumple un rol formativo y educativo: introduce a la siguiente generación a una forma de estar en el mundo que solo es posible cuando las personas libres se someten mutuamente a la autoridad, un tipo de autoridad que se crea cuando los ciudadanos se comprometen con algo, se responsabilizan unos de otros y cumplen sus promesas. Además, según Arendt, la autoridad es natural en el ámbito prepolítico de la necesidad (donde situaba, por ejemplo, a la familia). Pero en esa esfera de acción que llamamos política, la autoridad adquiere algo —solo algo— de una dimensión volitiva. La palabra auctoritas, legado de los más incansables legisladores de la antigüedad, los romanos, deriva de augere: aumentar, profundizar. Lo que se profundiza es un momento autoritario de nacimiento o fundación política. Sin ese momento autoritario, solo hay violencia o un antinomianismo desenfrenado.
Avancemos rápidamente hasta el momento actual. Parece que hemos llegado a un punto en el que nuestras opciones se reducen, por un lado, a un intento desesperado por reafirmar los modos tradicionales de determinación autoritaria —autoridad que, según Arendt, la modernidad ha destrozado— y, por otro, a la participación en una especie de “libre para todos” tanto político como epistemológico. Nos encontramos, entonces, cada vez más atrapados en un ámbito político donde, al carecer de reconocimiento o de compromiso con la conciencia de que “la fuente de autoridad trasciende al poder”, nos enfrentamos a diario “con los problemas elementales de la convivencia humana”[6]. Debido a que depositamos tan poca confianza en las normas y afirmaciones autoritarias, casi todo está en juego en todo momento.
Según el cálculo de Arendt, no estamos haciendo un buen trabajo para hacer frente a esta crisis de autoridad. Si vemos el mundo como una serie de actos volitivos, como si todo lo que “yo” afirmo marcara un nuevo comienzo, nos encontramos en un mundo de antinomianismo radical y agitación romántica que alimenta con demasiada facilidad los gritos de “opresión” cada vez que se impone una restricción al "yo", cada vez que se le pide que se arrodille o incline la cabeza ante la autoridad de Dios dentro de una tradición religiosa o, en política, que afirme la legitimidad de un régimen constitucional, incluso si no estamos de acuerdo con él en algunos aspectos. Un efecto de la crisis de la autoridad es, por tanto, que todas las normas institucionales necesarias para definir las instituciones, para mantenerlas intactas —a fin de que puedan crear un espacio en el que los individuos puedan actuar y reaccionar, formarse y reformarse— se interpretan como tiranía.
Parece ser que, a medida que la creencia tradicional se ha ido volviendo menos fiable como norma autoritaria, los seres humanos de las democracias occidentales han recurrido al constitucionalismo y a la adhesión a ciertas leyes y normas fundamentales. Inicialmente, estas no eran meramente procedimentales, sino que emanaban un fuerte contenido normativo: una imagen de aquello a lo que los ciudadanos podían aspirar, de lo que una democracia debía estar a la altura. Este denso entramado de leyes está ahora bajo asedio, condenado como poco más que una fachada para las maquinaciones del poder de una élite estrecha de miras y egoísta. Y hay suficiente verdad en esta acusación como para que todos nos sintamos interpelados por ella. El resultado es que el cinismo se ha profundizado. Si uno no ve más que coacción y arbitrariedad en cualquier proclamación de “verdades evidentes”, no queda ningún lugar al que recurrir. Si todo es poder y violencia, uno se aferra a todo lo que puede. Esto ayuda a explicar el miedo y la preocupación —incluso la desesperación— que rodean la vida democrática estadounidense a fines de siglo. Somos incapaces de justificar la autoridad en un sentido sólido, pero sin una autoridad justificable nos tambaleamos y nos debatimos políticamente. ¿Por qué debería alguien estar obligado a cumplir la ley si lo único que se le presenta son órdenes arbitrarias disfrazadas de ley natural, de derecho o de la supuesta buena opinión de la humanidad?
Democracia y comunidad
Profundicemos un poco más. Recordemos que Arendt consideraba los “fundamentos del mundo” y las “experiencias comunes a todos” como algo que hemos perdido y sin lo cual no podemos prescindir si queremos que la autoridad —incluida la autoridad democrática— perdure o renazca. Y recordemos también que la alternativa a la autoridad no es una utopía de forma libre, sino la coacción, la dominación, la violencia y los métodos y sistemas irresponsables de manipulación de las personas.
Comencemos con el estándar que, según Arendt, ya no podemos cumplir, o tal vez ni siquiera aspirar a cumplir: las “experiencias comunes a todos”. Uno se pregunta si Arendt podría haberlo entendido en sentido estricto. Incluso en una polis griega relativamente autónoma, del tipo que Arendt tanto admira y donde la autoridad, presumiblemente, estaba intacta, las experiencias no eran “comunes a todos”, como ella misma señala cuando menciona que entre amos y esclavos no puede haber nada en común. Sin embargo, hay otro sentido, más estadounidense, si se quiere, que puede ser formulado de la siguiente manera: la democracia requiere leyes, constituciones e instituciones autoritarias.
Pero también depende de disposiciones democráticas, esos hábitos del corazón que se forman y forjan en el marco que proporcionan esas instituciones. El siempre clarividente Tocqueville, en La democracia en América, ofreció reflexiones premonitorias en este sentido. Advirtió sobre un mundo muy diferente de la robusta democracia que él observaba, e instó a los estadounidenses a tomar en serio la posibilidad de corrupción de su forma de vida. En su peor escenario, los individualistas excesivamente centrados en sí mismos —radicalmente voluntaristas y desconectados de las restricciones salvadoras y del sustento de las asociaciones superpuestas de la vida social, así como del horizonte de un conjunto de leyes autoritarias con justificación extralegal— necesitarían cada vez más controles desde arriba para amortiguar, al menos en parte, los efectos desintegradores de lo que Tocqueville denominó como “mal egoísmo”.
Si este mundo de vida asociativa —un mundo en el que los ciudadanos eran libres y estaban vinculados— se debilitara, el mal egoísmo y el aislamiento resultante generarían, a su vez, nuevas formas de dominación: el despotismo democrático. Al desintegrarse las redes sociales que antes sostenían a los individuos, estos se encontrarían aislados, impotentes, expuestos y desprotegidos. En este vacío de poder se instalaría un Estado centralizado y con un poder excesivo, o bien otras fuerzas centralizadas y organizadas (piénsese, por ejemplo, en la voracidad de la sociedad consumista) que, por así decirlo, empujarían la vida social a su mínimo común denominador. Para Tocqueville, la creencia religiosa “era inseparable del gobierno libre y de la vida pública libre, porque era el canal de una restricción moral autoimpuesta que moldeaba y, al hacerlo, liberaba al individuo para participar en la república”[7] . El colapso de la autoridad religiosa, necesaria para sostener las instituciones que se dedican a la formación ética, alimenta, a su vez, una crisis política. Esa crisis contribuye al deterioro cada vez más profundo en la formación del yo, en la propia existencia del yo. Y así sucesivamente.
Arendt también vio venir esto, o alguna versión de ello. Lo detectó en el ataque a la autoridad en todos los ámbitos, incluidos la familia y la escuela. Lo vio en el ataque a la verdad, en “la atenuación de la línea divisoria entre la verdad de hecho y la opinión”[8] . Sabiendo, como sabía, que las sociedades totalitarias pueden simplemente hacer desaparecer los hechos incómodos en el agujero de la memoria, abrazó la verdad factual como el último reducto de la posibilidad política. Con esto se refería a la necesidad de contar con un registro, de partir de algún entendimiento común. Pero el entendimiento común no es lo mismo que “las experiencias comunes a todos”. Estoy de acuerdo con Arendt en que los mentirosos lo tienen más fácil en este mundo que los sinceros, y que la plausibilidad puede incluso estar de su lado, ya que son capaces de inventar sistemas cerrados que parecen contenerlo todo y controlar cualquier contingencia. Sin embargo, eso no me preocupa tanto como la posibilidad de que siga existiendo un “entendimiento común” a pesar de experiencias sumamente distintas. Porque esa es, precisamente, la apuesta democrática. En términos epistemológicos: no es posible fundar y mantener una sociedad democrática si se parte de la premisa de que las experiencias son tan diferentes entre distintas categorías y grupos de personas que el abismo creado resulta, en principio, insalvable. Un escenario probable en tal caso es que se desvanezca cualquier posibilidad de compartir —aunque sea de manera aproximada—normas y aspiraciones morales.
Frederick Douglass: un llamamiento a la comunidad
Consideremos esta afirmación a través de un ejemplo concreto de solidaridad y oposición. Me basaré en el discurso pronunciado por Frederick Douglass[9] el 5 de julio de 1852 en Rochester, Nueva York, titulado “¿Qué significa el 4 de julio para los esclavos?” Comienza preguntando: “¿Se extienden a nosotros los grandes principios de la libertad política y de la justicia natural, consagrados en la Declaración de Independencia? ¿Y estoy yo, por lo tanto, llamado a llevar nuestra humilde ofrenda al altar nacional...?” [10]. Su respuesta no es afirmativa: “¡Yo no estoy incluido en el ámbito de este glorioso aniversario! Vuestra elevada independencia solo revela la distancia inconmensurable que nos separa. Las bendiciones de las que hoy os regocijáis no son disfrutadas por todos”. “No se puede arrastrar a un hombre encadenado ante el templo de la libertad y llamarlo a unirse a un “himno de alegría”. Dios no toma a la ligera tal burla. Y castigará a la nación que lo perpetreˮ. Nótese que Douglass recurre aquí a un lenguaje religioso y cívico común para hacer llegar su mensaje a sus oyentes. Las naciones están bajo el juicio de Dios: ¡ay de ellas, mirad y cuidad!
Por encima de toda la alegría, Douglass escucha el “llanto lastimero de millones”. Y no los olvidará, a estos “hijos del dolor” que sangran. Porque su tema es “la esclavitud estadounidense”. Y cuando se contempla el mundo desde el punto de vista de los esclavos, ¿por qué habría de verse diferente? Lo que se ve es una América “falsa con el pasado, falsa con el presente” y que se compromete a “ser falsa con el futuro”. Tras su atronadora exposición y denuncia, Douglass comienza a construir un entendimiento común, e insiste en que ya existe una base sobre la cual construir. No tenemos que demostrar que los esclavos son hombres: “Ese punto ya está concedido. Nadie lo duda. Los propios esclavistas lo reconocen en la promulgación de las leyes para su gobierno. Lo reconocen cuando castigan la desobediencia por parte de los esclavos”. Se trata de una jugada brillante por parte de Douglass, ya que muestra cómo, al incorporarse a un sistema legal y constitucional, la condición de los esclavos aquí afirmada es contraria a la condición degradada que presupone la esclavitud: “¿Qué es esto sino el reconocimiento de que el esclavo es un ser moral, intelectual y responsable?” Así pues, al afirmar la “igualdad de la raza negra”, al seña- lar las innumerables tareas que los negros están llamados a realizar y que, de hecho, realizan tanto en la esclavitud como en la libertad, concluye que no tienen nada más que demostrar. Y dado que sus documentos fundacionales sostienen “que el hombre tiene derecho a la libertad, que es el legítimo propietario de su propio cuerpo”, ¿dónde es posible encontrar justificación para la esclavitud? Solo en una mala teología, pero eso es blasfemo en sí mismo.
Por lo tanto: “¿Qué significa para el esclavo estadounidense el 4 de julio? Yo respondo: un día que le revela, más que cualquier otro del año, la grave injusticia y crueldad de la que es víctima constante”. Y continúa: “En materia de barbarie repugnante e hipocresía descarada, Estados Unidos reina sin rival”. Douglass puede esgrimir este argumento —y sabe que puede hacerlo— porque tiene acceso a ciertos estándares, normas y “verdades evidentes”, constitucionales y sagradas, que sus propios compatriotas están pisoteando y que, al hacerlo, violan su propio templo cívico y envenenan su propio pozo político. Douglass tiende un puente entre las experiencias de los esclavos y los hombres libres apelando a un entendimiento común a todos, incluso —insiste— al propio esclavista. La autoridad está viva y presente en este relato porque ciertas normas y expresiones compartidas, un lenguaje de denuncia y afirmación, son sólidos y fiables. Douglass sabe que puede contar con ello. También lo sabían la mayoría de nuestros grandes reformadores democráticos. Era posible transitar de experiencias muy diferentes hacia un entendimiento común, pues ya existía en la base una comprensión compartida y profunda; de lo contrario, el esclavo, la mujer privada de derechos y el obrero desposeído no habrían tenido un lenguaje de protesta con el cual interpelar a quienes vivían una realidad diferente. En efecto, cabe presuponer ciertos puntos en común.
Inmanencia: la pérdida de la autoridad democrática
Retomemos la otra razón que da Arendt para afirmar que la autoridad simplemente ha desaparecido de la modernidad. Como recordarán, sugería que los mismos “fundamentos del mundo” han cambiado y se han vuelto inciertos. La permanencia y la durabilidad del mundo se han disuelto, o se están disolviendo, ante nuestros ojos. No puedo estar del todo segura de lo que Arendt tiene en mente aquí, así que daré un giro a su idea, apoyándome en Charles Taylor y su ensayo “La contrailustración inmanente”[11]. Negar la trascendencia “significa negar que la vida humana encuentre ningún sentido más allá de sí misma”. El proceso de negación de la trascendencia del siglo XX ha sido poderoso y eficaz; el hombre se ha convertido realmente en su propia medida. No encontramos ningún sentido en nada que esté por encima o más allá de nosotros mismos. La vida vivida se agota a sí misma; está encapsulada en sí. Esto no significa que aceptemos lo que nos ha sido dado, sino que, cada vez más, rechazamos la idea misma de que algo sea dado; más bien, presumimos que todo está construido. Somos los amos de nuestro propio destino, y así sucesivamente. Pero el resultado, con el tiempo, es una especie de aplanamiento de las posibilidades humanas y una profunda sensación de vacío. Las personas anhelan un sentido, pero el clima de opinión dominante dicta que deben encontrarlo de forma inmanente, por así decirlo. (Taylor habla de una “metafísica de la inmanencia”). No es de extrañar, entonces, que nos fascinen tanto las cosas últimas: la muerte, la violencia y las experiencias al límite, pues solo ellas prometen ofrecer alivio frente a un yo que gira sin cesar en torno a sí mismo.
En este mundo de inmanencia absoluta, donde todo pierde relieve y ninguna norma se sostiene, la autoridad simplemente no puede sobrevivir. Por- que la autoridad tiene que ver con las distinciones y la responsabilidad; con las normas y los estándares, y con el esfuerzo por estar a la altura de ellos; con verse a uno mismo en una larga corriente de vida; con ser capaz de pronunciar la antigua plegaria: “Que pueda ver a los hijos de mis hijos y la paz sobre Israel”. Nuestro humanismo se ha vuelto anti- humanista sin ningún tipo siquiera de aspiración trascendental, sin ninguna noción de algo superior, de un más allá, de un “algo más”, de una solidaridad que no se reduzca simplemente a la suma de todos nuestros intereses privados.
Quizás uno solo puede reconocer un fundamento —una base—, la noción de que “aquí estoy” en este terreno, si antes admite la posibilidad de algo “más grande”, “superior” o “por encima”. No lo sé. Pero sin duda, no es una mera casualidad histórica que las pruebas a las que se enfrenta la democracia, junto con la erosión de la legitimidad democrática, vayan de la mano de la pérdida de entendimientos comunes; o quizás, mejor dicho, con nuestra insistencia en que tales entendimientos no existen y que nuestros propios fines y propósitos son definitivos, que no hay ninguna autoridad, humana o divina, que pueda juzgarnos.
¿Qué medidas podemos tomar para restaurar, aunque sea en parte, la textura de un mundo en el que la autoridad nos impone exigencias y nosotros, a su vez, se las imponemos a ella? Porque la autoridad ayuda a consolidar el mundo; de hecho, contribuye a dar forma a un mundo a partir de lo que, de otro modo, sería la “confusión floreciente y bulliciosa” de William James. Dado nuestro dilema actual, parece que nos complicamos más de lo necesario al ponernos trabas de antemano cuando se trata de presentar argumentos sólidos sobre este importante asunto. Si hablamos de “derechos”, podemos decir prácticamente todo lo que queramos. Pero si empezamos a hablar de “normas”, se nos acusa de querer iniciar una nueva guerra civil. Se nos insta a retroceder donde deberíamos avanzar, y avanzamos donde sería más prudente retroceder.
Orgullo falso y desaparición de la democracia
Un proyecto de recuperación debe preservar nuestro compromiso con la dignidad de la persona humana, con la democracia bajo el imperio de la ley y con las tradiciones de fe política y religiosa, en un mundo en el que todas ellas están siendo atacadas. Ningún pensador, libro o conferencia puede ofrecer una declaración definitiva sobre la forma y el alcance de dicho proyecto. Sin embargo, a la luz de mi llamado a la renovación de la autoridad democrática —o, quizás mejor dicho, al reconocimiento más profundo de que la autoridad sigue exigiéndonos algo—, me veo obligada a ofrecer una serie de reconocimientos necesarios: necesarios en un sentido lógico y necesarios en un sentido histórico, en un mundo donde las experiencias “comunes a todos” parecen un estándar imposible. Pero eso depende, en parte, de cómo se piense sobre lo que podríamos tener “en común”. Al argumentar que, tal vez, tenemos más en común de lo que creemos —pues todos respiramos el aire enrarecido de la autosuperación y el supuesto dominio tan característico de la modernidad tardía—, recurriré al brillante análisis de San Agustín sobre el falso orgullo[12]. Porque me parece que ahí radica gran parte de nuestros problemas actuales.
Es el orgullo lo que sostiene una visión normativa del yo construida de tal manera que es inmune a las reivindicaciones que otros hacen sobre él. El falso orgullo es la presunción de que somos la única y exclusiva base de nuestro propio ser. El falso orgullo subyace a gran parte del ataque contemporáneo a todas las reivindicaciones y tradiciones autoritarias. Negamos nuestro nacimiento del cuerpo de una mujer. Negamos nuestra dependencia de ella y de otros para nutrirnos y cuidarnos. Negamos nuestra dependencia de amigos y familia para sostenernos. Negamos, de manera rotunda, lo que Frederick Douglass creía tan fervientemente: que las naciones están bajo el juicio de Dios. Este falso orgullo es el nombre que Agustín da a una forma particular de corrupción y deformación.
El orgullo niega nuestras múltiples y diversas dependencias y, de hecho, la autoridad es una forma que hemos ideado para reconocer dicha realidad. Quienes se niegan a reconocer la dependencia son los más dominados por el impulso de dominar, o por “la necesidad de asegurar la dependencia de los demás”, según observa Peter Brown, quien continúa argumentando que “primero el diablo, luego Adán, eligieron vivir de sus propios recursos; prefirieron su propia fortitudo, su propia fuerza creada, a reconocer su dependencia de Dios”[13].
Agustín escribe que “todo soberbio se mira a sí mismo, y el que se agrada se tiene por gran- de. Pero el que a sí mismo se agrada, agrada a un hombre necio, porque él es necio cuando se agrada a sí mismo”[14].
En la modernidad tardía, todos nos hemos vuelto complacientes, y los complacientes no pueden sostener las formas institucionales, pues estas parecen nada más que la imposición de una restricción inaceptable sobre un sujeto considerado soberano. Así que estamos en aprietos. Lamentamos que el centro no se mantenga, pero no nos permitimos ser “sostenidos”, por así decirlo. Nuestros compromisos políticos son débiles. Nuestros compromisos religiosos se resienten cada vez más ante cualquier restricción. De este modo, día a día, renunciamos un poco más a la dimensión pluralista, comunitaria y formativa de ese mundo conocido como la democracia estadounidense, que requiere una solidez institucional de considerable diversidad. Estamos solos con nuestra libertad y sometidos a presiones que superan nuestra imaginación. Es muy posible que nos estemos acercando al momento que Hannah Arendt temía: aquel en el que las acciones de los ciudadanos libres y el poder que generan al reunirse se convierten en un retrato inmóvil de un tiempo y un lugar perdidos, en lugar de representar una posibilidad siempre vigente.
- Hannah Arendt, “¿Qué es la autoridad?”, Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política (Ediciones Península, 1996), 101.
- Ibid., 102. Parte de esta discusión sobre Arendt y la autoridad se extrae de mi ensayo “La cuestión de la autoridad religiosa”, preparado para una conferencia en Notre Dame. Este artículo, junto con los demás trabajos presentados en la conferencia, se publicó en Religion and Contemporary Liberalism, editado por Paul Weithman (University of Notre Dame Press, 1997). La pregunta principal abordada por los participantes en el evento de Notre Dame tenía que ver con la inclusión o exclusión del “lenguaje religioso” en la vida política.
- Arendt, ¿Qué es la autoridad?, 105.
- Ibid., 116.
- Ibid., 127.
- Ibid., 153.
- George Armstrong Kelley, Politics and Religious Consciousness in America (Transaction, 1974), 47. Esta síntesis de la posición de Tocqueville está tomada del maravilloso libro de Kelley.
- Hannah Arendt, “Verdad y política”, Entre el pasado y el futuro (Ediciones Península, 1996), 262-263.
- Frederick Douglass (1818–1895), nacido en esclavitud en Maryland, escapó en 1838 y se convirtió en uno de los grandes líderes del movimiento abolicionista. Orador brillante y escritor prolífico, luchó también por los derechos civiles y la igualdad de género. Su autobiografía Narrative of the Life of Frederick Douglass (1845) es considerada un clásico contra la esclavitud. [N. de la T.]
- Frederick Douglass, Autobiographies (The Library of America, 1994). “La gran Oración del 4 de julio”, de la cual se extraen todas las citas, aparece como Apéndice del primer “Narrativo” y puede encontrarse en las páginas 431-435.
- Charles Taylor, “The Immanent Counter-Enlightenment”, ensayo inédito.
- Aquí me baso en mi libro Augustine and the Limits of Politics (University of Notre Dame Press, 1996).
- Peter Brown, “Political Society”, en Augustine: A Collection of Critical Essays, ed. Robert A. Markus (Doubleday Anchor, 1972), 320-321.
- Comentario a los Salmos, 122, 3.
Jean Bethke Elshtain (1941-2013) fue una importante filósofa estadounidense y profesora Laura Spelman Rockefeller de Ética Social y Política en la Universidad de Chicago. Escribió numerosos libros, entre los que destacan Augustine and the Limits of Politics (1995), Jane Addams and the Dream of American Democracy (2001) y Sovereignty (2008). Su libro Democracy on Trial, publicado originalmente en 1995, analiza críticamente la cultura victimista, el desprecio al debido proceso y el auge de nuevas formas de paternalismo, y fue publicado por el IES bajo el título de La democracia puesta a prueba. Este artículo fue traducido y reproducido con permiso de The Hedgehog Review, a quienes agradecemos la posibilidad de publicarlo en castellano en Punto y coma. Todos los derechos reservados.