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In memoriam: Pablo Chiuminatto
Joaquín Castillo V.
Al modo de ese artefacto parriano que muestra una cruz vacía con un cartel que dice “Voy y vuelvo”, el escritorio de Pablo Chiuminatto en el Campus San Joaquín de la Universidad Católica pasó gran parte del primer semestre de este año con un post-it en su superficie, cuyo texto guardaba una notable similitud con aquel del poeta que recaló en Isla Negra: “Profesor Opazo, voy y vuelvo”. Pasaron los días, pero el artista y académico no volvió al tercer piso de la Facultad de Letras. Sabio renacentista, hombre orquesta, lleno de amigos y proyectos, di-vertido, alegre, dueño de mil ideas que regalaba con generosidad y protagonista de una conversación siempre chispeante y amena, Pablo Chiuminatto murió inesperadamente el 15 de marzo del presente año, dejando incumplido ese anuncio leve, escrito al pasar en una hoja pequeña de color chillón.
Pablo Chiuminatto nació en Quilpué en 1965 y, desde mediados de los ochenta, frecuentó los círculos artísticos de la capital. A poco de iniciar sus andaduras santiaguinas conoció a Nemesio Antúnez —de quien fue ayudante en el Taller 99, donde luego también hizo clases— y comenzó a montar sus primeras exposiciones. A fines de los noventa, el artista empezó a darle forma a una impronta que se volvería característica: una mirada puesta sobre el paisaje, resultando en series de cuadros monocromáticos, donde el ojo avizor observa sin aspavientos un escenario discreto, delimitado, modesto; una serie de estampas donde la ausencia de paletas amplias de colores multiplica las posibilidades de la forma, que sugieren espacios lunares u oníricos, aunque inspirados en los valles centrales de Chile. Su última exposición, “Noche cerrada”, montada en el Centro de Extensión de la UC a fines de 2021, fue una oportunidad para volver sobre su práctica de pintar el paisaje y comprenderla no solo en continuidad con su propia trayectoria, sino con la historia más larga del arte que frecuentaba: “La pintura del paisaje no quiere romper con nada, es una tradición que tiene que ver con una profundización en la experiencia del entorno, y lo que resulta de esa experiencia en los seres humanos. Desde hace 600 años que se pinta así, y eso hoy también forma parte de la pintura contemporánea” [1] .
Era posible notar su estirpe italiana no solo en su apellido, en sus cientos de amigos que lo quisieron entrañablemente —que repletaron su funeral y entierro—, en su interés por realizar sus estudios posdoctorales en aquel país o su predilección por las obras de Dante, sino también en algunos rasgos de su carácter. Estaba en su humor, en sus énfasis, su voz y su pasión por los proyectos que emprendía por montones. En esa intensidad con la que vivió, que ante su partida temprana toma otro cariz, como si Pablo luchara contra el tiempo cuando se trataba de celebrar la belleza y la promoción del arte, las humanidades y la cultura.
Además de los cuadros que pintó y los libros y artículos que escribió, Pablo Chiuminatto participó activamente en decenas de proyectos e iniciativas: Orjikh Editores (la editorial que fundó con su esposa, Soledad Sairafi), el consejo de Puerto de Ideas, su podcast Libros&Libros, ediciones modernas del Quijote, proyectos de inclusión visual o integración de las humanidades con la ecocrítica y la ingenie- ría… Como buen humanista, nada de lo humano le era ajeno, y su mirada perspicaz iba más allá de las cuestiones del paisaje y los libros: buscaba desentrañar aquellos desafíos que la tecnología introducía en la educación y la lectura, anticipando preocupaciones y debates aún por venir.
Dentro de los múltiples proyectos a los que se entregaba generosamente, fue un colaborador entusiasta del comité editorial del IES, órgano al que lo invitamos a formar parte a fines de 2015 y que sesionó por primera vez a comienzos del año siguiente. Hasta su muerte, Pablo fue un gran consejero en toda nuestra labor editorial. No se limitaba a participar de las reuniones que teníamos una vez al año (a las que se sumó siempre con su entusiasmo característico), sino que celebraba con su vehemencia habitual cada título publicado, fomentaba conversaciones y lecturas, y planteaba preguntas que obligaban a mirar al futuro y a buscar nuevos públicos sin dejar de estar satisfechos con el camino recorrido. Con el tiempo, su constante presencia en las actividades del IES lo convirtió —a él y a Soledad— en un amigo de la casa, en alguien que disfrutaba de la conversación en torno a las cosas públicas y fomentaba nuestro afán por promover un debate que aportara al futuro de Chile.
A pesar de sus múltiples oficios —escritor, pintor, editor, podcastero, gestor cultural—, cabe resaltar que Pablo Chiuminatto fue, sobre todo, un profesor: alguien que, desde la sala de clases y en el diálogo constante con sus alumnos, encarnaba su vocación por transmitir y por despertar en otros el camino de la belleza. Su enorme erudición estaba genuinamente al servicio de la comprensión de un mundo en constante cambio; un mundo que imponía desafíos ecológicos, digitales y tecnológicos a unas humanidades algo escépticas a la hora de reflexionar sobre estos asuntos cuando se sitúan lejos de las bibliotecas. No tenía empacho en proponer a sus alumnos metodologías novedosas, que les permitieran pensar desde ópticas originales acerca de las preguntas de siempre. Pero también se comprendía a sí mismo como un continuador de tradiciones: con énfasis, promovía en sus estudiantes la elaboración de fichas de lectura —escritas a mano y en tarjetones de 10x15 cm., decía—, con lo cual fomentaba los ejercicios de memoria y síntesis, de selección y reelaboración de lo leído. Así, el conocimiento y la lectura no eran un simple trasvasije de contenido desde el profesor o el texto al alumno, sino un proceso activo que exigía reflexionar, observar, abstraer y categorizar los problemas propuestos.
Dentro de sus muchas cualidades, destacaba la generosidad para con sus estudiantes. Solía invitar a sus ayudantes y tesistas a firmar en conjunto, reconociendo el diálogo intelectual con sus discípulos y promoviendo las incipientes trayectorias de quienes recién comenzaban sus carreras académicas. Así, en un ambiente muchas veces reacio a la colaboración y celoso de la propiedad intelectual de los textos y las ideas, Pablo iba a contracorriente en el mejor sentido de la expresión. Siempre fomentó en esos detalles el reconocimiento de que la conversación, la edición mutua y la corrección entre pares podían dar enormes frutos.
Sus cruces entre la filosofía y el arte no fueron solamente una inquietud intelectual abstracta y desconectada de la realidad, sino que empaparon su quehacer profesional mucho más allá de la academia. Se preocupó, en distintos niveles, de que la belleza de la literatura y del arte llegara cada vez más a públicos más amplios: de ahí su adaptación del Quijote, al español de Chile —que le valió más de alguna incomprensión y crítica—, su interés por diseños editoriales accesibles para personas daltónicas o con otros problemas de la visión, o su incansable labor en el directorio de Puerto de Ideas, festival que se realiza anualmente en dos ciudades chilenas para difundir las ciencias, las humanidades y el conocimiento. Aunque su erudición tenía algo de enciclopédica, no se encerraba ni en los olimpos ni en las ediciones para coleccionistas: buscaba que lo bello y verdadero —aquello que realmente valía la pena— pudiera encontrar siempre un público más amplio.
Se han realizado diversos homenajes para recordar a este hombre generoso, divertido, erudito y de una simpatía envolvente, y seguramente muchos otros se llevarán a cabo. Sirvan estas pocas líneas para aumentar el caudal de esos homenajes, para agradecer su amistad y compañía y para comprometernos, en su nombre, a transmitir esa pasión por enseñar, divulgar y compartir que caracterizó a Pablo Chiuminatto. Lo vamos a echar de menos.
Joaquín Castillo es doctor en literatura por la Pontificia Universidad Católica de Chile y editor de la revista Punto y coma. Es profesor asistente del Instituto de Literatura de la Universidad de los Andes, y crítico literario de El País Chile.