A estas alturas, es un lugar común recordar que Chile vive múltiples crisis. En lo más inmediato, enfrentamos una crisis sanitaria de contornos inciertos. Vivimos también una crisis económica, cuya duración probablemente será larga. Ni hablar de la coyuntura política, con un escenario polarizado, un proceso constituyente en curso y una seguidilla de elecciones decisivas en los próximos meses. Al mismo tiempo, se continúa manifestando de uno u otro modo la crisis social: nuestro cuerpo político parece haber acumulado muchas asimetrías y tensiones que sencillamente no podremos seguir soslayando. Desde luego, estos fenómenos no son aislados, sino que son interdependientes: el plano político depende en gran medida del sanitario, el económico del político, y así.
Todo esto es cierto, y cada una de las crisis mencionadas merecería un análisis pormenorizado. Sin embargo, conviene advertir otro aspecto más general de nuestra situación. Después de todo, si se encuentra tan extendido un sentimiento de crisis no es tanto porque ocurran acontecimientos de distinto tipo: lo propio de la crisis es poner en duda los fundamentos mismos del equilibrio dominante. Como decía Héctor Herrera Cajas, este tipo de fenómenos supone un cuestionamiento que puede promover determinadas virtudes, siempre y cuando advirtamos la magnitud de lo que sucede. En ese sentido, puede resultar fructífero mirar nuestra coyuntura desde una instancia que enmarca y contiene a las otras. Se trata de la crisis que enfrenta nuestro Estado.
En muchos sentidos, el aparato público está siendo exigido al máximo, y nada indica que esté en condiciones de responder adecuadamente esas múltiples demandas. Me temo que esto no guarda relación solo con la coalición que está en el poder, sino con una cuestión más estructural. La crisis sanitaria, por ejemplo, requiere de un Estado con extraordinarias capacidades de gestión y reacción para controlar la pandemia. Además, necesitamos dosis muy elevadas de conocimiento técnico —en ese plano no estamos dispuestos a renunciar a la ciencia—, y ese conocimiento debe articularse de modo muy fino con la política pública. También esperamos que el aparato burocrático pueda ayudar de forma rápida y expedita a los más afectados. Luego, también debería ser agente principal de la reactivación económica. En lo político, debe recuperar su legitimidad para ofrecer una conducción respetada, sin olvidar su papel relevante a la hora de corregir las desigualdades más urgentes. El listado de tareas podría multiplicarse.
Con todo, esta breve lista obliga a formular la pregunta en toda su radicalidad: ¿es capaz nuestro aparato público de cumplir con todas estas funciones y satisfacer esas expectativas? ¿Lo hemos dotado de los medios para ello? ¿Nos sentimos activamente involucrados en ese esfuerzo, o nuestra actitud es simplemente la del consumidor insatisfecho? Mi impresión es que, por muchos y variados motivos, el Estado chileno no tiene hoy la capacidad para enfrentar este momento histórico, y mientras no resolvamos este problema, nuestras discusiones corren el riesgo de ser muy interesantes e instructivas, pero algo vanas.
En su provocador Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX, publicado por primera vez en 1981, Mario Góngora sostiene la tesis según la cual el Estado ha sido, en nuestro país, el configurador de la nación. En su mirada, nuestra historia republicana ha estado marcada por este hecho: el Estado ha sido el principal agente de desarrollo y de unidad colectiva. En su lógica, no debe entenderse por aquél el mero aparato burocrático, sino una fuerza espiritual capaz de proveer de unidad y mediar entre los diversos intereses. No es seguro que el mismo Góngora haya logrado articular estas dimensiones en su texto, pero incluso esa ambigüedad sirve para comprender la profundidad que busca darle a la noción de Estado. Como fuere, en el libro hay, desde luego, una crítica bastante explícita a la política económica de aquellos años, que el historiador integra en la dinámica de las “planificaciones globales”.
Han pasado 40 años desde que Góngora escribiera esas páginas. Hoy sabemos que la economía de mercado le dio a Chile un crecimiento económico y una prosperidad inéditas en nuestra historia. Pero también sabemos que esa prosperidad generó algunas tensiones que no siempre advertimos. Las fuerzas espontáneas del mercado pueden ser muy dinámicas y enriquecedoras bajo ciertas condiciones, pero también inducen dificultades: crecen las expectativas, el sistema no cumple todas sus promesas, y la sociedad típicamente ve erosionadas sus instituciones de contención, volviéndose cada vez más anónima. Ahora bien, la instancia encargada de asumir y encausar esas dificultades es el Estado. Pero es un instrumento delicado, que exige una teoría específica que inspire su acción. Sin embargo, hoy no contamos con una filosofía política del Estado adecuada a nuestra realidad. El problema no es solo chileno, pero en nuestro país ha adquirido rasgos muy singulares.
Por un lado, la derecha lleva décadas dominada por un discurso tecnocrático que le impide comprender la profundidad del concepto. Ahora hay mayor conciencia de esta limitación, pero no es claro cómo será enfrentada ni corregida. Además, en ese sector ha primado una concepción negativa del principio de subsidiariedad —es decir, entendido simplemente como sinónimo de no intervención, sin considerar debidamente el aspecto de ayuda positiva, de subsidio, que le dificulta desarrollar un pensamiento en torno al aparato público. Es imposible gobernar desde esta perspectiva, porque hay una especie de carencia inicial que luego es imposible subsanar. El Estado no es una empresa cualquiera, y para administrar el aparato público no son suficientes los talentos gerenciales. Por lo mismo, la derecha puede ganar elecciones, pero le cuesta mucho gobernar. Luego de dos administraciones de Sebastián Piñera puede afirmarse sin exagerar que ella ha carecido hasta ahora de un programa consistente más allá de los lugares comunes y las buenas intenciones, e incluso ha caído en las mismas lógicas clientelares que critica cuando está en la oposición.
La izquierda, por su parte, tampoco tiene una reflexión muy elaborada al respecto, salvo una apelación insistente a que el Estado crezca y garantice derechos sociales gratuitos y universales. Esto puede sonar bien, pero su traducción es mucho más compleja (e inconveniente según el caso) de lo que parece a primera vista. Me limito por ahora a enunciar las principales dificultades de la izquierda en este plano, que ese sector debería tomar en cuenta si no quiere repetir las frustraciones de la Nueva Mayoría. Por de pronto, no tiene una propuesta seria de modernización del Estado que sea coherente con todas las tareas que quiere encomendarle (sobre esta cuestión, me permito remitir al artículo de Guillermo Pérez en este mismo número). Por otro lado, en su imaginario el Estado tiende a entrar en conflicto con la sociedad civil, como si pudiera absorberla o sustituirla. Dado que la sociedad civil es para gran parte de la izquierda nacional un lugar de intereses egoístas —en ese plano, son herederos más o menos conscientes de Rousseau—, ese sector tiende a concebir la acción estatal como sinónimo de pureza. Por lo mismo, no se toma en serio los problemas vinculados a la captura del aparato estatal. En seguida, la izquierda ha tenido una actitud poco leal con el Estado, contribuyendo a debilitar su autoridad. Su aceptación, más o menos tácita según el caso, de la violencia desde octubre del 2019, y del no cumplimiento de las normas mínimas de convivencia hacen pensar que su compromiso con el Estado tiene una dimensión instrumental muy problemática. Por último, la oposición no tiene una propuesta seria para financiar su propio proyecto, y la discusión sobre el pago de impuestos en los retiros de fondos de pensiones fue muy reveladora de ello.
Todo esto es sumamente grave considerando no solo nuestros problemas, sino también las expectativas que tendemos a depositar en el Estado. Para ilustrar este aspecto quisiera enunciar cuatro aspectos fundamentales, que revelan las carencias e inconvenientes antes señalados. Desde luego, no pretendo decir que el Estado lo haga todo mal, ni mucho menos. Simplemente me interesa sugerir que no tiene mucho sentido cargarle más responsabilidades mientras no atendamos algunas tareas pendientes. Mi tesis es que será inviable superar la crisis actual —con independencia de la pandemia y con independencia de lo que pase en el proceso constituyente— si no nos tomamos en serio estos desafíos.
Lo primero apunta a la misión básica del Estado. La tarde del viernes 18 de octubre de 2019 se produjo la quema de varias estaciones del Metro de Santiago. Al margen del fenómeno que se desencadenó luego, hubo allí un problema de seguridad nacional de primera importancia. Cabe recordar, además, que pocas semanas después se celebrarían la Apec y la Cop21, con autoridades de todo el globo transitando por nuestro país. El Estado no supo prever ese ataque, de naturaleza terrorista: bajo nuestras narices se quemaron varias estaciones de metro, y todavía no sabemos quiénes fueron los responsables. Dado que el primer deber del Estado es proveer protección a sus miembros, el tema es grave. Pero la cuestión es más compleja aún si atendemos al dato siguiente: ha pasado mucho más de un año y —al momento de escribir estas líneas— la investigación no ha dado resultados dignos de ese nombre. Tampoco es que faltaran antecedentes de cierta desidia: ni respecto de las barras de fútbol, o del eterno conflicto del Instituto Nacional, ni con la violencia de la Araucanía o con el narcotráfico el Estado ha dado muestras de mucha eficacia. De hecho, el caso del narcotráfico es especialmente revelador, pues sus redes se siguen extendiendo progresivamente sin que el Estado pueda, ni quiera, frenarlo. En cualquier caso, el problema de seguridad se prolongó: las fuerzas policiales tampoco pudieron contener lo que ocurrió después. Por carecer de legitimidad, por sus propios excesos, por lo que fuere, el hecho es que Chile vivió días muy extraños en los que el Estado pareció haber perdido toda autoridad. Todo esto ocurrió, según dijimos, con la complicidad de parte significativa de la izquierda, que se embriagó con la idea de derribar al gobierno. Así, avaló el desafío explícito a la autoridad del Estado. Desde luego, aquí juegan ciertas teorías postmodernas que conciben al Estado como un ente fundamentalmente opresor. Pero, si el Estado ante todo oprime, o es simplemente un macho violador, o si invitamos a los niños a “saltar los torniquetes”, ¿cómo pretender impulsar luego desde ese mismo lugar cambios estructurales? Mientras no salgamos de este laberinto no superaremos ninguno de los obstáculos que hemos enfrentado durante el último año y medio.
Un segundo aspecto digno de señalar es la naturaleza social de nuestros problemas. Tenemos inmensas masas de la población que viven desprotegidas frente a las incertidumbres de la vida. Sabemos que la educación pública escolar tiene una calidad deplorable —privilegiamos la gratuidad universitaria en desmedro de los niveles previos—, sabemos que la salud pública no brinda una atención, que las pensiones son insuficientes, y la lista podría seguir. Para todo esto, la izquierda suele proponer una aparente receta mágica: Estado de bienestar y derechos sociales. Al margen de que esto tiene dificultades objetivas —los estados de bienestar tienen problemas que han sido bien diagnosticados—, nos enfrentaremos acá con un obstáculo mayúsculo: es indispensable profesionalizar el Estado. El contraste puede ser injusto, pero creo que es revelador: si las AFPs llegaron más rápido y de modo más eficiente que el Estado en esta pandemia, es porque éste no cuenta con la información ni la preparación necesarias para focalizar y entregar ayuda. No tenemos un servicio público profesional y eficiente, y no alcanzaremos los niveles requeridos mientras las reparticiones públicas sigan siendo el botín de quien gana elecciones. En esta materia algo se ha avanzado, pero aún queda un largo trecho por recorrer. Guste o no, necesitamos una burocracia weberiana, que tenga relativa autonomía del gobierno de turno. Eso es caro, necesita muchos recursos humanos y, sobre todo, es doloroso, porque hay que pagar costos políticos elevados. También implica descentralizar. Todo esto lo hemos escuchado muchas veces a lo largo de los años, pero el animal tiene inercias muy grandes. Por eso soy escéptico de los discursos grandilocuentes en torno al Estado: nadie, o casi nadie, se ha tomado en serio al instrumento.
Ahora bien, esta tarea solo puede ser acometida si tenemos conciencia de los límites del Estado, que no puede resolverlo todo por sí solo. El Estado puede ayudar a generar las condiciones para brindar mayor protección y dignidad a las personas: no esperamos de él ni más ni menos. Naturalmente, esto requiere de la colaboración activa de todos los actores de la sociedad civil, porque ella no es primeramente el espacio del egoísmo, sino de la interacción humana. De allí la importancia, por ejemplo, de las asociaciones y sindicatos que articulan la vida social, pero que requieren de un marco de acción estable. Casi todas nuestras actividades, incluyendo las económicas, requieren de ese cuadro proveído por el Estado, y se ven afectadas cuando éste no es capaz de ofrecerlo. Esto implica, por ejemplo, considerar más detenidamente las necesidades de las familias chilenas. Muchos de nuestros círculos de marginalidad tienen que ver con la fragmentación familiar de las últimas décadas: cada vez más niños nacen fuera del matrimonio. No se trata de un problema moral entendido en términos estrechos, sino que es un problema social en la medida en que los vínculos familiares carecen de estabilidad. Nos sorprendemos (con buenos motivos) de la cantidad de padres que no pagan pensiones alimenticias, pero tampoco hemos puesto demasiado esfuerzo en transmitir y fomentar el compromiso responsable. Nos fijamos tanto en el individuo que tendemos a olvidar que las personas nacen y crecen en contextos sociales. Aquí, por ejemplo, deberíamos tratar de revertir nuestra baja tasa de natalidad, favorecer horarios de trabajo compatibles con una mínima vida familiar y pensar mejor nuestras ciudades, por mencionar solo algunos ejemplos. Nada de esto lo produce el cruce espontáneo de fuerzas sociales: si el Estado no contribuye a articular esta realidad, nadie lo hará en su lugar. Éste debe ser un facilitador no solo en lo referido a la vida económica, sino a la vida humana en general, y eso implica proteger y preservar los espacios en los que florece la vida humana; y fomentar la responsabilidad personal respecto del todo social.
En tercer lugar, la pandemia ha dejado al descubierto otra dificultad enorme: ¿qué hacemos con la nación? La globalización feliz de los años noventa, inducida por el fin de la historia proclamado por Fukuyama, nos llevó a renunciar a la idea de nación. Así, se hizo dominante un discurso universalista según el cual la historia terminaría por abolir las fronteras, molestas rémoras del pasado. Sin embargo, la realidad política ha vuelto por sus fueros, y hoy sabemos que las naciones seguirán existiendo, que el conflicto no ha desaparecido, y que hay momentos en que necesitamos fronteras. Esto se ha hecho muy presente en la discusión actual respecto de la inmigración: ¿qué hacer con los flujos de esa naturaleza? Aquí tienden a coincidir ciertos economistas liberales con progresistas de izquierda (pues ambos son cosmopolitas): los primeros piensan que la inmigración permite ajustar la demanda de mano de obra, y los segundos creen que cualquier requisito de entrada equivale a una insoportable discriminación. El caso de la izquierda es especialmente llamativo, porque si suele reivindicar en el plano económico la capacidad del Estado para conducir u orientar a las fuerzas económicas, aquí se rinde frente al movimiento espontáneo de la mano de obra. La paradoja es demasiado grande como para ser ignorada.
En cualquier caso, la cuestión es problemática por varios motivos. Por de pronto, el necesario desafío de acoger a quienes quieren venir a nuestro país implica recibirlos en condiciones mínimas de dignidad. Y eso no ocurre: todos sabemos en qué condiciones de vivienda suelen habitar los inmigrantes (la pandemia ha vuelto más visible, por ejemplo, el hacinamiento). Ningún país puede absorber una cantidad ilimitada de ellos, y Chile no es la excepción. Por otro lado, los costos de estas dinámicas (que existen) no están repartidos de modo homogéneo en toda la población. Dicho de otro modo, los más vulnerables están más expuestos que otros segmentos, pues compiten por los mismos puestos de trabajo y los mismos servicios. Negarse a ver estas tensiones es cuando menos miope; y, peor, constituye el camino más seguro para desencadenar luego reacciones patológicas.
De algún modo, y este es el cuarto problema, la cuestión que cruza todo lo que hemos dicho guarda relación con el sistema político. En efecto, nuestro actual régimen hace tiempo que dejó de procesar adecuadamente las demandas sociales. Es un sistema encerrado en sí mismo, entrampado en sus lógicas y desconectado de los grandes anhelos sociales. Los motivos son múltiples y, aunque no podamos desarrollarlos todos, podemos detenernos en los más relevantes. Quizás el principal sea que la política perdió prestigio porque los políticos dejaron de creer en ella. La abdicación de la Concertación respecto de sí misma, y el modo en que cedió frente a las demandas de la calle a partir del 2011 erosionó sus capacidades de conducción. Por su parte, la derecha no tiene un discurso efectivamente político. No deja de ser llamativo que nuestros dos últimos presidentes, que han gobernado durante casi dieciséis años, y a pesar de tener dilatadas carreras partidarias, desconfíen tanto de la actividad política y se hayan rodeado siempre de personas de confianza personal, en desmedro de referentes con peso específico. Enfrentamos, además, un problema estructural, porque nuestro sistema tiende al bloqueo. El régimen electoral proporcional no produce mayorías, indispensables para los grandes acuerdos. Esto se puede graficar con el siguiente ejemplo: en la configuración actual del Congreso, ningún Presidente (o primer ministro: para el caso da igual) podría tener una mayoría medianamente estable. Eso afecta la responsabilidad, porque resulta difícil ejecutar un programa. Así, los candidatos prometen cosas que saben que no podrán realizar por falta de apoyo parlamentario, se diluye la credibilidad de la palabra pública, la política se vuelve impotente y se distancia más aún de las personas.
Estos fenómenos, tomados un poco al azar —los ejemplos, insisto, podrían multiplicarse— sugieren que no contamos con una reflexión sobre el Estado a la altura de los desafíos presentes. En esas condiciones, no podremos hacer mucho más que girar en círculos. Es claro que no podremos salir del atasco sin fortalecer —en algún sentido— al Estado, pero pocos se han tomado el trabajo de pensar qué significa eso, y que implicancias tiene. Si, al decir de Mario Góngora, el Estado ha de ser el gran articulador y mediador de los intereses sociales, entonces no tenemos tarea más urgente que darle curso a esa reflexión.
Daniel Mansuy H. es doctor en ciencia política por la Universidad de Rennes (Francia). Es profesor de filosofía de la Universidad de los Andes (Chile), donde dirige el centro Signos, e investigador senior del Instituto de Estudios de la Sociedad (IES). Es autor de varios libros, entre los que destacan Nos fuimos quedando en silencio. La agonía del Chile de la transición (IES-Tajamar, 2020) y, en coautoría con Matías Petersen, F. A. Hayek. Dos ensayos sobre economía y moral (IES, 2017).