Artículo de Christopher Lasch publicado en abril de 2022 en el sexto número de la revista Punto y Coma.
Traducción de Álvaro A. Pezoa
En este texto, publicado en abril de 1990 por la revista First Things, Christopher Lasch se pregunta por la compatibilidad del conservadurismo y el liberalismo a partir de las consecuencias que este último tiene en una sociedad como la nuestra. El modo en que el liberalismo se despliega en la sociedad —en particular, los ámbitos del mercado— es objeto de una aguda crítica por parte de Lasch, quien afirma que el afán por un crecimiento infinito, la ambición económica y el individualismo creciente horadan las condiciones para que las comunidades que dan sentido a la existencia humana —las familias, las iglesias y los grupos— puedan desarrollarse satisfactoriamente.
La pregunta que tenemos ante nosotros es si acaso el conservadurismo cultural es compatible con el liberalismo económico, es decir, la filosofía política del capitalismo. Puesto que, en primer lugar, la respuesta depende de aquello que se entienda por conservadurismo cultural, propongo no comenzar con una definición abstracta de este término, sino con un análisis del modo en que los valores conservadores ingresan a la actual discusión sobre el aborto, el mejor ejemplo del conflicto cultural que polariza a la sociedad norteamericana.
El estudio de Kristin Luker sobre la controversia del aborto muestra que este no se origina de una especulación abstracta sobre los derechos del no nacido, sino de visiones opuestas de la vida y, más específicamente, de visiones opuestas del futuro. “Creo que es una tontería que las personas se preocupen por cosas que van a ocurrir en el futuro”, dice una activista antiaborto. “El futuro se cuida a sí mismo”. Otra mujer, activa en el movimiento provida, dice que “no puedes planificar todo en la vida”. Sin embargo, para las fuerzas proaborto, la “calidad de vida” depende de la paternidad planificada y otras formas de planificación racional del futuro. Desde este punto de vista, es irresponsable traer niños al mundo cuando no se les puede proporcionar toda la gama de bienes materiales y culturales esenciales para competir con éxito. Es injusto cargar a los niños con desventajas en la carrera hacia el éxito (malformaciones congénitas, pobreza o una deficiencia de amor parental). El embarazo adolescente es objetable para los defensores del aborto legal no porque se opongan a las relaciones sexuales premaritales, sino porque, desde su punto de vista, los adolescentes no tienen los medios para darles a sus hijos las ventajas que merecen.
Para los opositores al aborto, sin embargo, esta atención a la “calidad de vida” parece ser una decisión de subordinar intereses éticos y emocionales a intereses económicos. Ellos creen que los niños necesitan orientación moral más que ventajas económicas. La maternidad es un “trabajo enorme” desde esta perspectiva, no porque implique planificación económica a largo plazo, sino porque “eres responsable, tanto como te sea posible, de educarlos y enseñarles [a tus hijos] (…) lo que crees que es correcto: valores morales, responsabilidades y derechos”. Las mujeres que se oponen al aborto no están convencidas de que la seguridad financiera deba ser considerada como una condición previa e indispensable para la maternidad.
“Los valores y creencias de los proaborto se oponen diametralmente a los que poseen los provida”, escribe Luker. Los activistas provida consideran la maternidad como una vocación demandante y resienten el menosprecio feminista hacia las labores del hogar y la maternidad. Coinciden en que las mujeres debieran recibir la misma paga por el mismo trabajo en el mercado, pero no están de acuerdo con que el trabajo no remunerado en el hogar sea degradante y opresivo. Lo que consideran “perturbador [en] toda la mentalidad [del] aborto”, como indica una de ellas, “es la idea de que los deberes familiares —criar hijos, administrar una casa, amar y cuidar a un marido— son de algún modo degradantes para las mujeres”. Piensan que la pretensión de que “no existen diferencias importantes entre hombres y mujeres” es bastante poco convincente. Creen que hombres y mujeres “fueron creados diferentes y (…) hechos para complementarse unos a otros”. Las feministas de clase media alta, en cambio, consideran que la creencia en las diferencias de género determinadas biológicamente es la base ideológica de la opresión hacia las mujeres.
Su oposición a una visión biológica de la naturaleza humana va más allá de la afirmación de que esta sirve para privar a las mujeres de sus derechos. Su insistencia en que las mujeres deberían asumir el “control sobre sus cuerpos” muestra una impaciencia respecto de restricciones biológicas de cualquier tipo, junto con una creencia de que la tecnología moderna ha liberado a la humanidad de aquellas restricciones y ha vuelto posible por primera vez diseñar una mejor vida para la totalidad de la raza humana. Los proaborto celebran las tecnologías médicas que permiten la detección de defectos congénitos en la gestación y no pueden comprender por qué alguien traería al mundo a un niño “dañado” o, lo que es peor, un niño “no deseado” a sabiendas. Desde esta perspectiva, el negarse a reconocer a esos niños su “derecho a no nacer” podría ser considerado evidencia de incapacidad para ser padres.
Para algunas personas en el movimiento “por el derecho a la vida” este tipo de pensamiento conduce lógicamente a una ingeniería genética a gran escala, a una presunción arrogante acerca del poder de realizar juicios sumarios sobre la “calidad de vida”, y a una voluntad de relegar no solo a un feto “defectuoso”, sino también a categorías completas de individuos defectuosos o nimios al estatuto de no-personas. Un activista provida cuya hija falleció de una enfermedad pulmonar, rebate la “idea de que la vida de mi bebé, a ojos de muchas personas, no habría sido muy significativa… Solo vivió veintisiete días, y ese no es mucho tiempo, pero ya sea que vivamos noventa y nueve años, dos horas o veintisiete días, ser humano es ser humano, y realmente no entendemos lo que involucra”.
Quizás lo que divide más profundamente a los dos grupos del debate sobre el aborto sea la sugerencia de que “realmente no entendemos” lo que significa ser humano. Para los liberales, asumir esto equivale a una traición no solo a los derechos de las mujeres, sino a todo el proyecto moderno: la conquista de la necesidad y la sustitución de los mecanismos ciegos de la naturaleza por la elección humana. Una fe incuestionada en la capacidad de la inteligencia racional para resolver los misterios de la existencia humana —en última instancia, el secreto de la creación misma— une las posiciones aparentemente opuestas sostenidas por liberales: que el aborto es una “decisión moral privada” y que el sexo es una transacción entre “adultos que consienten”, pero que el Estado bien podría reservarse el derecho de autorizar embarazos o embarcarse en programas a largo plazo de diseño eugenésico.
La compleja coexistencia del individualismo ético y el colectivismo médico nace de la separación entre sexo y procreación, que convierte al sexo en una cuestión de elección privada mientras deja abierta la posibilidad de que la procreación y la crianza de los hijos se sometan a un rígido control público. La objeción de que el sexo y la procreación no pueden separarse sin perder de vista el misterio que rodea a ambos les parece a los liberales la peor clase de oscurantismo teológico. Por otra parte, para los opositores al aborto “Dios es el creador de la vida, y (…) la actividad sexual debería estar abierta a ella. (…) La mentalidad contraceptiva niega su voluntad: ‘es mi voluntad, no tu voluntad’”.
Si el debate del aborto se limitara solo a la pregunta sobre cuándo un embrión se convierte en una persona, sería difícil comprender por qué suscita tantas emociones apasionadas, o por qué se ha convertido en objeto de una atención política aparentemente desproporcionada en relación con su importancia intrínseca. Pero el aborto no es solo un problema médico, ni siquiera un problema femenino que se ha convertido en el foco de una controversia mayor acerca del feminismo. Es, en primer lugar y, sobre todo, un problema de clase.
La cultura de la clase media baja, tanto en la actualidad como en el pasado, se organiza en torno a la familia, la iglesia y el vecindario. Valora más la continuidad de la comunidad que el progreso individual, y la solidaridad más que la movilidad social. Los ideales convencionales de éxito juegan papeles menos importantes en la vida de la clase media baja que la mantención de las formas de existencia. Los padres quieren que sus hijos salgan adelante, pero también quieren que sean buenos: que respeten a sus mayores, que resistan la tentación de mentir y engañar, que asuman de buen grado las responsabilidades que les corresponden y que soporten la adversidad con fortaleza. El deseo de “preservar su estilo de vida” —dice E. E. LeMasters en un estudio sobre obreros de la construcción— es prioritario respecto del deseo de ascender en la escala social. “Si mi hijo quiere utilizar una maldita corbata toda su vida y rebajarse ante algún jefe es su derecho, pero, por Dios, también debería tener el derecho de ganarse una vida honestamente con sus manos si eso es lo que quiere”.
Los sociólogos han observado, usualmente con cierta desaprobación, que la clase trabajadora pareciera no tener ambición. Según Lloyd Warner, las dueñas de casa de las clases trabajadoras establecen el tono dominante del conservadurismo cultural. Se adhieren a un código “rígido” y “convencional” de moralidad y casi nunca se atreven a “intentar algo nuevo”. Propuestas que parecen representar un “distanciamiento del modo convencional de hacer las cosas” se topan con su condena automática. Estas dueñas de casa claramente tienen una “fuerte determinación de hacer bien su trabajo” y obtienen “una profunda satisfacción al cumplir sus responsabilidades con sus familias y sus amigos”, pero no se interesan por los objetivos a largo plazo. “Sus esperanzas se centran básicamente en seguir adelante y no quieren que sus rutinas sean alteradas: quieren continuar como están, pero, simultáneamente, mejorar sus condiciones y ganar más libertad”.
Anthony Lukas presenta el mismo punto, sin desaprobación, en su análisis notablemente imparcial sobre las guerras de las escuelas de Boston de mediados de los setenta. Lukas contrasta la “ética de supervivencia de Charlestown” con el “imperativo estadounidense de salir adelante”. Los habitantes de Charlestown, abandonados por el desplazamiento de vecinos más ambiciosos a los suburbios, han renunciado a “la oportunidad, el avance y la aventura” por la “seguridad de la comunidad, la solidaridad y la camaradería”.
Los observadores de la clase media alta no pueden ocultar su desdén por lo que ven como un fatalismo pequeñoburgués. Un ensayo que intenta explicar la “Subutilización de servicios de atención médica en la clase trabajadora” [Underutilization of Medical-Care Services by Blue-Collarites] señala que las clases sociales en Estados Unidos se separan por concepciones opuestas acerca del cuerpo. “Pareciera que la clase de profesionales [white collar] entiende el cuerpo como una máquina que debe ser preservada y mantenida en perfecto funcionamiento, ya sea a través de aparatos prostéticos, rehabilitación, cirugía cosmética o tratamiento perpetuo, mientras que los grupos de trabajadores [blue collar] piensan que el cuerpo tiene un tiempo limitado de utilidad: es disfrutado en la juventud y luego sufrido y soportado estoicamente con el avance de la edad y la decrepitud”. Se podría suponer que el realismo de la clase trabajadora debería ser moralmente preferible a la concepción que la clase media alta tiene del cuerpo como una máquina que requiere “tratamiento perpetuo”. Sin embargo, los autores de este artículo obtienen la conclusión contraria. Sostienen que una aceptación estoica de la decadencia corporal refleja una “imagen personal dañada”.
Un análisis de los conflictos culturales recientes refuerza la conclusión —provocada por la exposición a tradiciones conservadoras de pensamiento político y social— de que la esencia del conservadurismo cultural es un cierto respeto por los límites. La principal noción conservadora es que la libertad se encuentra constreñida por las condiciones naturales de la vida, el peso de la historia, la falibilidad del juicio y la perversidad de la voluntad humana. Los conservadores son acusados con frecuencia de una estima exagerada por el pasado, pero no es tanto la superioridad moral del pasado sino la incapacidad de escapar de él lo que les impresiona. Lo que somos es en gran medida heredado en forma de género, dotación genética, instituciones y predisposiciones, incluyendo la predisposición universal de resentir estas limitaciones a nuestra libertad y soñar con abolirlas. Lo que se llamaba pecado original en una era pasada hace referencia al aspecto más preocupante de nuestra herencia natural: la incapacidad natural que tenemos de someternos con gracia a nuestra posición subordinada en un orden más grande de cosas.
Sin lugar a duda, los conservadores se han equivocado al confundir la sumisión a los límites naturales de la libertad humana con la sumisión a la autoridad política establecida. La distribución existente de poder político no se encuentra ordenada por la naturaleza —mucho menos por el cielo— pero no se sigue que, debido a que nuestras instituciones puedan ser modificadas por un acto de voluntad colectiva, podamos convertirnos en lo que queramos o, incluso, que podamos alterar las condiciones de nuestra existencia sin pagar un precio. El valor del conservadurismo reside en la idea de que quienes buscan escapar del pasado renuncian a cualquier esperanza de reconciliarse con él y se exponen a un inesperado retorno de lo reprimido; que nunca podemos superar del todo nuestros orígenes; y que la libertad, por consiguiente, comienza con un reconocimiento de las limitaciones dentro de las cuales tiene que operar.
El conservadurismo no es necesariamente autoritario y jerárquico en su aplicación. Si los conservadores son insuficientemente críticos con las instituciones existentes y con las tradiciones tras ellos, se debe a que su comprensión de la falibilidad humana les hace ver la necesidad de estructuras que disciplinen el corazón rebelde y, al mismo tiempo, provean de soporte moral en medio de las incertidumbres y decepciones de la vida. Esta misma apreciación de la debilidad y rebeldía humanas tiene consecuencias igualitarias, que pueden contrarrestar la tendencia a confundir el orden social con la jerarquía.
Otra tendencia compensatoria en el pensamiento conservador es la preferencia por la autoridad local antes que la centralizada. Precisamente porque los conservadores comprenden lo fácil que es sucumbir a la tentación —sobre todo a las tentaciones del poder—, intentan asegurarse de que el poder se encuentre lo más disperso posible. Una conciencia de los límites se revela, de otra forma, en la creencia conservadora de que amamos y respetamos individuos particulares, no a la humanidad como un todo, y que la promesa seductora de una hermandad universal es un sustituto pobre para las comunidades locales, en las cuales los poseedores del poder son inmediatamente responsables ante sus vecinos.
Si consideramos que el conservadurismo implica un respeto por los límites, esto es claramente incompatible con el capitalismo moderno o con la ideología liberal del crecimiento económico ilimitado. En términos históricos, el liberalismo económico reposaba sobre la creencia de que los apetitos insaciables del ser humano —antaño condenados como fuentes de inestabilidad social e infelicidad personal— podían impulsar la máquina económica (del mismo modo en que la curiosidad insaciable del ser humano impulsó el proyecto científico) y, por ende, garantizar una expansión inacabable de las fuerzas productivas. Para los fundadores de la economía política en el siglo XVIII, el carácter autogenerado de las expectativas crecientes, nuevas necesidades, gustos adquiridos y nuevos estándares de bienestar personal, dieron lugar a una forma de sociedad capaz de expandirse indefinidamente. Su ruptura con las formas anteriores de pensamiento radica en la afirmación de que las necesidades humanas no deberían ser consideradas naturales, sino históricas y, por lo tanto, insaciables. En la medida en que el suministro de comodidades materiales crecía, los estándares de comodidad aumentaban también, y la categoría de necesidades terminó por incluir bienes anteriormente considerados un lujo. La envidia, el orgullo y la ambición hicieron que los seres humanos desearan más de lo que necesitaban, pero estos “vicios privados” se convirtieron en “virtudes públicas” estimulando la industria y la invención. Por otra parte, el ahorro y la negación personal significaban estancamiento económico. “No encontraremos inocencia ni honestidad más generalizadas”, escribió Bernard Mandeville, “que entre los menos ilustrados: la gente pobre y tonta de campo”. Los “placeres del lujo y las ganancias del comercio”, según David Hume, “despertaron a los hombres de su indolencia” y produjeron “mejorías en cada rama tanto del comercio interno como externo”. Tanto Hume como Adam Smith sostenían que un creciente deseo por comodidades materiales —interpretado equivocadamente por algunos críticos republicanos que veían en el comercio un signo de decadencia e inminente colapso social— generaba nuevos empleos, nueva riqueza y niveles siempre crecientes de productividad.
Smith no dudó en llamar la atención acerca de las características moralmente problemáticas del nuevo orden. Puesto que estaba tan confiado en que la seductora expectativa de abundancia universal barrería cualquier objeción a sus consecuencias éticas, pudo reconocer que el capitalismo liberal fue alimentado por la ambición, la vanidad, la codicia, y un respeto moralmente inapropiado por “los placeres de las distinciones vanas y vacías de la grandeza”. Según Smith, en la “languidez de la enfermedad y la fatiga de la vejez”, la insignificancia moral de los bienes mundanos aparecía en su verdadera luz, pues ni las posesiones ni la belleza ni la utilidad, tan ampliamente admiradas en “cualquier producción de arte”, probaron ser capaces de traer la verdadera felicidad en condiciones adversas. Sin embargo, el ser humano rara vez contempló el asunto bajo esta “luz abstracta y filosófica”, y “es bueno que la naturaleza se imponga sobre nosotros de esta manera”, tal como escribió Smith en La teoría de los sentimientos morales, en un pasaje alusivo por vez primera a la “mano invisible”, que conduce a los seres humanos a acumular riquezas y, de este modo, a servir inadvertidamente como benefactores sociales en su búsqueda de posesiones atractivas, pero en última instancia vacías. “Es este engaño el que estimula y mantiene en movimiento continuo la industria de la humanidad”.
Aun si permanecían inalterables por el “engaño” en el corazón de su sistema, los filósofos de la abundancia no podían suprimir por completo la reserva más práctica respecto que un orden social fundado en la promesa de la abundancia universal podría tener dificultades para justificar aún los sacrificios mínimos que presupone una economía autorregulada. Hume señaló que una ética de la abundancia podía debilitar incluso la inclinación de posponer la gratificación. Los seres humanos “están siempre mucho más inclinados a preferir intereses presentes que aquellos distantes y remotos”, observaba; “y no es fácil para ellos resistir la tentación de cualquier ventaja que podrían disfrutar inmediatamente”. Mientras “los placeres de la vida son pocos”, esta forma de tentación no implica una gran amenaza para el orden social. Sin embargo, se podía esperar que las sociedades comerciales intensificaran su búsqueda de “entretenimientos febriles y vacíos”, pues la “avidez… de adquirir bienes y posesiones”, advertía Hume, “es insaciable, perpetua, universal, y directamente destructiva para la sociedad”.
Durante el siglo XIX, la esperanza de que el comercio pudiera volver “fáciles y sociables” a los seres humanos, y no codiciosos y rapaces, se sostuvo en gran medida en la institucionalización de la gratificación aplazada, supuestamente suministrada por la familia. Filántropos, humanitarios y reformistas sociales sostuvieron a una sola voz que la revolución de las expectativas crecientes implicaba un estándar más elevado de vida doméstica, no una orgía de autocomplacencia activada por fantasías de riqueza personal exorbitante, fortunas adquiridas sin esfuerzo a partir de la especulación o el fraude, y abundancia de vino y mujeres. El hecho de que una sociedad comercial promoviera semejantes ambiciones no dejaba de preocuparles, y fue para contrarrestar este sórdido sueño de éxito, este impulso desenfrenado de hacerse con riquezas, que los promotores de un desarrollo económico más ordenado daban tanta importancia a la familia. Desde su punto de vista, la obligación de mantener a una esposa e hijos disciplinaría el individualismo posesivo y transformaría al potencial jugador, especulador, dandi o estafador en un proveedor consciente. Al unir consumo y familia, los guardianes del orden público esperaban no solo animarlo, sino también civilizarlo. Su confianza en que los nuevos estándares de bienestar promoverían la expansión económica y nivelaría las distinciones de clases, uniría naciones e, incluso, aboliría la guerra, es imposible de entender a menos que recordemos que presuponía la domesticación de la ambición y el deseo.
Por supuesto, a la larga, este intento de establecer a la familia como un contrapeso al espíritu codicioso era una causa perdida. Mientras más se identificó al capitalismo con la gratificación inmediata y la obsolescencia programada, mayor fue el desgaste inclemente de los pilares morales de la vida familiar. El aumento en las tasas de divorcios, una fuente de gran preocupación ya en el último cuarto del siglo XIX, parecían reflejar una impaciencia creciente respecto de las limitaciones impuestas por las responsabilidades y los compromisos a largo plazo. La pasión por salir adelante había comenzado a implicar el derecho de comenzar desde cero cada vez que los compromisos anteriores se volvieran excesivamente gravosos.
El desarrollo económico debilitó los pilares económicos y morales del “Estado familiar bien ordenado”, tan preciado por los liberales del siglo XIX. El negocio familiar dio lugar a la corporación, la granja familiar (más lenta y arduamente) a una agricultura colectivizada y controlada en última instancia por los mismos bancos que habían organizado la consolidación de la industria. Los levantamientos agrarios de las décadas de los setenta, ochenta y noventa del siglo XIX fueron la primera ronda en una batalla larga y perdida por salvar la granja familiar, consagrada por la mitología norteamericana, incluso hoy, como el requisito sine qua non de una buena sociedad, pero sometida en la práctica a un ciclo ruinoso de mecanización, endeudamiento y sobreproducción.
La implacable erosión del capitalismo sobre las instituciones de propiedad proporciona la evidencia más clara de su incompatibilidad con cualquier cosa que merezca el nombre de conservadurismo moral. Obviamente, hay mucho por decir desde el punto de vista conservador acerca de la institución de la propiedad privada, que enseña las virtudes de responsabilidad, trabajo y devoción por la autosubordinación a tareas humildes pero indispensables. Sin embargo, el capitalismo del siglo XX ha reemplazado la propiedad privada por una forma corporativa de propiedad que no confiere ninguna de estas ventajas morales y culturales. La transformación de los artesanos, campesinos y otros pequeños propietarios en asalariados socava los “valores tradicionales” que los conservadores desean preservar.
Incluso el “sueldo familiar” —el último intento por salvaguardar la independencia de las clases productoras— ha tomado el camino de la empresa y la granja familiares. Ya no es una ley no escrita del capitalismo estadounidense que la industria intentará mantener los sueldos a un nivel que permita que un solo ingreso sostenga a una familia. Hacia 1976, solo el 40% de todos los trabajos pagaban lo suficiente para sostener un hogar. Esta tendencia refleja, entre otras cosas, una baja radical en las fuerzas de trabajo cualificadas, la sustitución de trabajo calificado por maquinaria y un vasto incremento en el número de trabajos de poca paga que no exigen cualificaciones, muchos de los cuales, por supuesto, ahora son ocupados por mujeres. También refleja el triunfo de una ética consumista que incentiva a los varones estadounidenses a no definirse como sostén de la familia, sino como sibaritas, amantes, expertos en sexo y estilo (en pocas palabras, como playboys, para utilizar el revelador término de Hugh Hefner). La idea de que el hombre tiene la obligación de sostener una mujer y una familia es tan repulsiva para los editores de Playboy como lo es para las militantes feministas, quienes tienen sus propias razones para rechazar los “valores familiares”.
El sueldo familiar era en sí mismo un mal sustituto para la propiedad, incluso cuando la práctica se ajustaba a la teoría. A principios del siglo XIX era casi universalmente aceptado que la democracia debía ampararse en la distribución más amplia posible de la propiedad. Tras la Guerra Civil, el surgimiento de una clase de asalariados —hombres y mujeres con poca esperanza de adquirir propiedad— levantó serias preguntas acerca del futuro de la democracia.
Incluso aquellos que no tenían conflicto con el capitalismo, como E. L. Godkin (editor del Nation y el New York Evening Post), admitieron que la aversión de los hombres trabajadores a la “esclavitud del sueldo” era justa. “El recibir sueldo”, señaló Godkin en 1868 “(…) es considerado por el mundo como un signo de dependencia, de inferioridad social y moral”. Un hombre que trabajaba por un salario se convertía en “sirviente, en el sentido antiguo de la palabra: una persona que ha rendido cierta parte de su independencia social”. Las objeciones al trabajo asalariado, añadía Godkin, eran “muy similares a aquellas que se podrían utilizar contra la exclusión de una gran proporción de la población del trabajo en el gobierno (…). Hasta que las clases trabajadoras tomen parte inteligente y activa, es decir, participen con sus cabezas y con sus manos en las operaciones industriales del día, nuestras condiciones sociales deben ser consideradas endebles”.
Godkin, un liberal del siglo XIX cuyos instintos sociales eran rigurosamente conservadores, no se inmutó, al menos al comienzo, por las consecuencias de su posición. Sostuvo que el único modo de preservar las ventajas morales de la propiedad individual bajo las condiciones modernas de producción era algún tipo de empresa cooperativa. De otro modo, “los dueños del capital y los dueños del trabajo deben formar dos clases separadas y distintas”, cada una con su patología característica: un sentido de superioridad arribista e injustificada en una y hábitos serviles de dependencia en la otra.
El único error de Godkin fue suponer que la cooperativa podía prosperar en un sistema completamente desarrollado de producción capitalista. Cuando los granjeros bajo presión formaron cooperativas para conservar sus tierras y evitar hundirse como arrendatarios, los bancos destruyeron su movimiento reteniendo el crédito. Los granjeros, asediados, organizándose en el Partido Populista, buscaron entonces el crédito en el gobierno federal. Esta iniciativa también fue rechazada con la ayuda de conservadores como Godkin, quienes se horrorizaron con la sugerencia de que el Estado pudiera interferir legítimamente en las leyes de oferta y demanda, lo que, desde su punto de vista, constituía el primer paso hacia el comunismo.
Lo que los conservadores parecían no entender era que las leyes de oferta y demanda ya habían quedado derogadas por una serie de políticas que discriminaban a favor de grandes corporaciones a costa de cualquier otro interés. En efecto, la política gubernamental, no solo en Estados Unidos, sino también en otros países industriales, subsidió una forma de cooperación (la corporación multimillonaria), desalentando otras. Ni la propiedad de pequeña escala ni sus equivalentes morales —empresa cooperativa entre pequeños productores y artesanos— podía prosperar sin el apoyo de políticas estatales mucho más radicales que cualquier alternativa que los conservadores estuvieran dispuestos a considerar.
De hecho, la mayor parte de los conservadores ni siquiera atendió el asunto tanto como Godkin. No admitieron la necesidad de cooperación en ninguna forma. Pensaban en la propia empresa como si fuera un individuo ante la ley. También individualizaron a los trabajadores, rehusándose a reconocer la necesidad de organización de la clase trabajadora en cualquiera de sus formas. Se aferraron a la ilusión de que ganar un salario solo era una condición temporal y que cualquier trabajador podía convertirse en capitalista si estaba determinado a tener éxito. La pretensión de que la propiedad estuviese todavía disponible para cualquier persona con ambición suficiente desacreditó al conservadurismo en la opinión de los pensadores serios.
Herbert Croly, editor fundador del New Republic y socialista gremial, resumió todo el asunto de la propiedad muy claramente en 1914, al mismo tiempo que explicó qué estaba mal con la respuesta conservadora. En los Estados Unidos del pasado, los “pioneros o demócratas territoriales”, como los llamó Croly, “tenían todas las promesas de la independencia económica como poseedores de sus propias tierras”. Pero la “apropiación privada del dominio público rápidamente transformó al pueblo estadounidense de una democracia de propietarios libres a una de asalariados” y levantó la pregunta central a la cual las sociedades modernas aun no encuentran respuesta: “¿cómo pueden los asalariados obtener una cantidad o grado de independencia económica análoga a aquella con la que contaba el pionero demócrata?”. Croly sostenía que los programas de bienestar (seguro contra el desempleo, contra la enfermedad y para la vejez; medidas para reforzar condiciones saludables de trabajo; sueldo mínimo) representaban, en el mejor de los casos, una respuesta muy parcial. Los conservadores objetaron que semejantes reformas podían simplemente promover un “sentido de dependencia”, y esta crítica, admitió Croly, tenía “mucha fuerza”. Sin embargo, la solución de los conservadores, a saber, “que la única esperanza del asalariado es convertirse en un propietario”, era tan inconsistente con la tendencia del industrialismo moderno que era difícil tratarla “con paciencia y cortesía”. La afirmación de que el ahorro y el sacrificio permitiría a los trabajadores convertirse en propietarios era muy poco convincente. “Si los asalariados han de convertirse en hombres libres” —y “la tarea más importante de la organización social democrática” es hacer libres a los hombres—, se requiere algo más que exhortaciones a trabajar más duro y gastar menos.
El hecho de que la mayoría de los conservadores se haya conformado con estas exhortaciones da una idea de la ruina intelectual del conservadurismo del siglo XX. Por otro lado, la ruina intelectual de la izquierda se revela en su negación a conceder la validez de objeciones conservadoras respecto del Estado de bienestar. La única crítica consistente al “Estado servil”, como lo llamó Hilaire Belloc, provino de aquellos que demandaban la restauración de la propiedad (junto con las medidas drásticas requeridas para prevenir la acumulación de riquezas y propiedad en manos de unos pocos) o el equivalente de la propiedad en la forma de algún tipo de producción cooperativa. La primera solución describe la posición de populistas como Belloc y Chesterton; la segunda, la posición de sindicalistas y socialistas gremiales, quienes desafiaron brevemente a los socialdemócratas en el liderazgo del movimiento laborista durante el período que precedió inmediatamente a la Primera Guerra Mundial. Según Georges Sorel, la superioridad del sindicalismo sobre el socialismo residía en su apreciación de la propiedad, descartada por los socialistas como la fuente del provincianismo petit bourgeois y el atraso cultural. Sorel sostenía que, sin dejarse impresionar por las diatribas marxistas en contra de la idiotez de la vida rural, los sindicalistas valoraban el “apego manifestado por cada trabajador verdaderamente calificado hacia las fuerzas productivas que se les confiaba”. Respetaron el “amor de los campesinos por su tierra, su viñedo, su granero, su ganado y sus abejas”.
El hecho de que Sorel hablara de estas posesiones como cosas “confiadas” al hombre muestra cuán radicalmente difería de los marxistas, quienes compartían la comprensión liberal de la naturaleza como materia bruta que debía ser transformada para el goce humano. Pero difería también de los conservadores, quienes hicieron de la propiedad un fetiche, sin ver que su valor residía solo en el estímulo que le entregaba a la producción, que podía ser fomentada también de otras formas. “Todas las virtudes atribuidas a la propiedad no tendrían ningún significado sin las virtudes generadas por una cierta manera de trabajar”. No era solo la propiedad, sino también la oportunidad de inventar y la independencia lo que hacía del trabajo algo interesante y, a juicio de Sorel, las mismas ventajas podían ser recreadas en fábricas una vez que los mismos trabajadores comenzaran a ejercer responsabilidades por el diseño de la producción.
La crítica sindicalista al capitalismo tenía verdadera autoridad, porque se apoyaba en la idea de que el capitalismo no podía estar a la altura de la promesa que lo volvía moralmente atractivo en primer lugar: la promesa de la propiedad universal. Al igual que G. D. H. Cole, los sindicalistas y los socialistas gremiales se dieron cuenta de que la esclavitud, no la pobreza, era realmente el problema. Vieron que la reducción del trabajo a mercancía —la esencia del capitalismo— requería la eliminación de todos los lazos sociales que impedían la circulación libre del trabajo. La destrucción de los gremios medievales, el reemplazo del gobierno local por una burocracia centralizada, el debilitamiento de los lazos familiares y la emancipación de las mujeres sumaban “pasos sucesivos en el (…) abaratamiento de la materia prima del trabajo”, todo conseguido bajo la “consigna” del progreso. Mientras que los marxistas aceptaban la lógica colectivista del capitalismo y proponían simplemente colectivizar la producción de punta a cabo, los sindicalistas, los populistas y los socialistas gremiales condenaron el capitalismo moderno por razones profundamente conservadoras: porque requería (en palabras de A. R. Orage, editor del New Age) la “destrucción progresiva de nuestro sistema social hasta sus átomos”.
En el siglo XX, el conservadurismo se ha aliado de modo incongruente con el libre mercado, incluido el libre mercado laboral. En otras palabras, lo que consideramos conservadurismo se ha aliado con las mismas fuerzas que han traído consigo la “destrucción progresiva de nuestro sistema social hasta sus átomos”. Parece que la defensa de valores conservadores no puede ser confiada a los conservadores. Si el conservadurismo implica un respeto por los límites, localismo, una ética del trabajo opuesta al consumismo, un rechazo al crecimiento económico ilimitado y cierto escepticismo respecto de las ideologías del progreso, es más plausible encontrar su hogar en la tradición populista que en la tradición del libre mercado que promueve el conservadurismo de moda en la actualidad.
Es sugerente el hecho de que la derecha estadounidense deba parte importante de su éxito reciente a su pretensión de seguir la herencia populista. Al igual que los populistas del pasado, los voceros de la nueva derecha se presentan a sí mismos como los enemigos de la riqueza y el privilegio y los defensores del “hombre corriente de la calle”. Usando las palabras de George Wallace: el “hombre en la fábrica textil”, el “hombre en la fábrica de acero”, el “peluquero” y el “esteticista”, el “policía de patrulla”, el “pequeño comerciante”. Los ataques de la derecha a la “nueva clase” invocan clasificaciones sociales enraizadas en la tradición populista, apelando a las “clases productoras” para que se levanten en contra de la clase parasitaria de solucionadores profesionales de problemas y relativistas morales. Así, William Rusher se refería al surgimiento de una “elite verbalista”, “ni empresarios ni manufactureros, sino trabajadores asalariados y campesinos” como el “gran hecho central” de la historia reciente de Estados Unidos. “Los productores de Estados Unidos”, dice Rusher, “(…) tienen un interés económico común en limitar el crecimiento de esta clase rapaz e improductiva”.
La importancia de los “problemas sociales” en el advenimiento de la nueva derecha —aborto, discriminación positiva, transporte público, educación, medios de comunicación, “permisividad” liberal— ha sido frecuentemente destacada. Estos problemas dramatizan el conflicto entre la cultura de la clase media baja, centrada en la familia, y la cultura ilustrada de los profesionales de la clase media alta. Sin duda, los resentimientos raciales también han contribuido al surgimiento de la nueva derecha, pero no ver más que una “reacción blanca” en el rechazo al liberalismo es no darse cuenta de los antagonismos de clase que subyacen a la guerra civil cultural. Lo que se está rechazando no es solo el liberalismo racial sino toda la “cultura del discurso crítico”, en los términos que Alvin Gouldner ha utilizado para describir la visión de esta nueva clase (la impaciencia con restricciones impuestas por el pasado, la creencia de que el crecimiento personal e intelectual demanda un repudio de nuestros padres, el entusiasmo por cuestionar todo, el hábito de mofarse y ser irreverente). Como hemos podido observar, los valores pequeñoburgueses se oponen directamente a la ética ilustrada de la liberación personal y el autodescubrimiento. Son el producto de experiencias que más probablemente fomenten una conciencia de los límites que frustran la aspiración humana en lugar de una sensación de posibilidad infinita. Fueron estos valores pequeñoburgueses los que formaron la tradición populista en el pasado y que ahora encuentran expresión en la política cultural de la nueva derecha.
El populismo cultural de la derecha está despojado en gran medida de su contenido económico y político y, por lo tanto, no aborda el problema que debería tener ocupada la imaginación de los conservadores: cómo preservar las ventajas morales de la propiedad en un mundo de producción a gran escala y organizaciones gigantescas. Esta pregunta plantea dificultades tan formidables que los intentos por lidiar con ella pueden desembocar fácilmente en frustración y en un sentimiento de inutilidad. Sin embargo, es una pregunta ineludible, y no solo para los conservadores culturales.
La ideología dominante en Occidente, la idea del progreso, siempre se ha apoyado en la expectativa de que, a fin de cuentas, la abundancia económica le daría a todos espacio para el ocio, cultivo personal y refinamiento —ventajas antaño reservadas para los más ricos—. Lujo para todos; este era el sueño del progreso en su versión más cautivadora. Sin embargo, incluso si este fuera un objetivo moralmente deseable, ya no es realizable, puesto que los recursos necesarios para mantener la abundancia universal, hasta hoy considerados inagotables, se acercan a su límite. Queda claro que una distribución más equitativa de la riqueza requiere al mismo tiempo una reducción drástica en el estándar de vida disfrutado por las naciones ricas y las clases privilegiadas.
En estas condiciones, el antiguo ideal de tener una competencia —un pedazo de tierra, una tienda pequeña, una vocación útil— se vuelve una ambición más razonable y valiosa que el ideal de abundancia. En la tradición populista, la competencia posee variedad de matices morales: se refiere al sustento conferido por la propiedad, pero también a las habilidades requeridas para mantenerlo. El ideal de la propiedad universal encarna un conjunto más humilde de expectativas que el ideal de consumo universal, que supone acceso universal a una oferta proliferante de bienes. Al mismo tiempo, encarna una definición más esforzada y moralmente demandante de la vida buena.
El tema principal del debate político contemporáneo debería ser cómo revivir el ideal de la propiedad universal en condiciones sociales que lo hacen más deseable que nunca, pero casi inconcebible institucionalmente. Nuestros nietos tendrán dificultades para comprender —y muchas más para perdonar— nuestra falta de voluntad para plantearlo.
Christopher Lasch (1934-1994) fue un relevante intelectual estadounidense que ejerció como Watson Professor de Historia en la Universidad de Rochester. Por medio de su reflexión, siempre lúcida e independiente, elaboró una de las críticas más agudas al individualismo que veía crecer con preocupación a fines del siglo XX. Escribió una docena de libros, entre los cuales destacan La cultura del narcicismo (1979), The True and Only Heaven (1991) y La rebelión de las élites (1996).
La versión original de este ensayo fue publicada en First Things en abril de 1990. Agradecemos a los editores de First Things por permitir la reproducción de su versión en castellano en este número de Punto y coma.