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Contrapunto: "The Fractured Republic", de Yuval Levin
Francisca Echeverría - Noam Titelman
02 de octubre del 2025
Contrapunto: "The Fractured Republic", de Yuval Levin
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La vuelta al poder de Donald Trump ha puesto de manifiesto una serie de problemas de gran calado en la política institucional estadounidense. Que un personaje tan disruptivo, tan polémico y tan ajeno a las lógicas políticas tradicionales regrese a la Casa Blanca vuelve evidente que los partidos e instituciones de aquella nación arrastraban una serie de deficiencias, lo que se traducía en una política desconectada de los problemas de gran parte de la población y enfrascada en discusiones ineficientes. Desde la vereda intelectual republicana, quien ha hecho un lúcido diagnóstico a este respecto es el ensayista Yuval Levin, autor de The Fractured Republic, publicado hace casi diez años. En este contrapunto, Francisca Echeverría y Noam Titelman revisan este ensayo y evalúan la actualidad que tiene esta reflexión para iluminar la situación que hoy, con el líder republicano nuevamente en la oficina oval, se vive en Estados Unidos.


De vuelta a lo vivido

Francisca Echeverría

Sobre The Fractured Republic: Renewing America’s Social Contract in the Age of Individualism, de Yuval Levin (Basic Books, 2016).


The Fractured Republic, de Yuval Levin, nos ofrece una lectura de la crisis política estadounidense en las primeras décadas del siglo XXI. El intelectual conservador identifica, tanto en la izquierda como en la derecha, una “política nostálgica”, anclada en visiones del pasado que le impedirían comprender y hacer frente a la auténtica fractura social del país. Para Levin, la política estadounidense sufre de un severo problema de diagnóstico y, por tanto, de autocomprensión: ambos polos del espectro político insisten con frecuencia en que los Estados Unidos “de sus sueños” (los de cada uno) son fácilmente reconocibles y que, si bien el país estuvo alguna vez en esa senda, se desvió de ella por la estupidez o maldad de quienes se encuentran en la vereda contraria. Levin, en cambio, sugiere una lectura distinta del momento actual: la crisis no tendría tanto que ver con esa falta de consenso —el disenso, por lo demás, es lo habitual en la historia política—, sino con una fractura más radical y subterránea. A juicio del autor, un proceso de individualización y desconsolidación habría debilitado internamente a la sociedad norteamericana durante el último medio siglo, fenómeno que los nostálgicos liberales y conservadores tienden a dejar fuera de su ángulo de visión.

Ciego a ese proceso transformador, advierte Levin, el debate público estadounidense continúa articulándose en términos de colectivismo y atomismo, de centralización estatal y autonomía individual, cuestiones que para él constituyen, en realidad, dos caras de una misma moneda. Desde su perspectiva, la fractura estadounidense requiere cambiar el eje de las preguntas políticas: abandonar las estériles discusiones sobre principios abstractos para centrarse en los modos de vida concretos, y en las condiciones que hacen posible una sociabilidad local de cara a la creciente fragmentación. Su propuesta supone dejar atrás la política nostálgica atada a discursos rígidos, y enfocarse en revitalizar las capas intermedias de la sociedad —las comunidades entre los individuos y el Estado federal— como un modo de combatir las fuerzas disgregadoras.

Para formular el argumento, la primera mitad del libro presenta un bosquejo de la transformación de la vida política, económica y cultural en Estados Unidos desde la década de 1950. Ahí pone de manifiesto el creciente aislamiento, la pérdida de vínculos y la soledad asociados al debilitamiento de instituciones como las familias, los barrios, las iglesias y diversas asociaciones cívicas. El fenómeno de la atomización social y sus consecuencias no suele estar en el foco político ni de progresistas ni de conservadores, que tienden a concentrarse en sus respectivas batallas culturales. Levin recuerda a su propio mundo político, de sensibilidad republicana, que la sociedad norteamericana es a todas luces más diversa e individualista que la de mediados del siglo XX, y que un grado importante de fractura cultural constituye simplemente un dato de la vida contemporánea. En su visión, los esfuerzos conservadores tendrían que apuntar no tanto a recuperar la hegemonía cultural en la sociedad, sino a cuidar las precondiciones para su propia existencia en un mundo plural y fragmentado, así como a llevar a cabo un trabajo activo y paciente en las capas intermedias de la sociedad que pueda dar lugar a una transformación paulatina y consistente.

La segunda parte del libro desarrolla la propuesta del autor frente a una cultura contemporánea marcada por lo que llama un “individualismo expresivo”: una exhibición de identidades que no vinculan, sino que más bien separaran y polarizan tanto a las personas como a la sociedad en general. Su apuesta es una política que fortalezca una densa red de instituciones interpersonales, de subculturas comunitarias de distinto tipo, donde los ciudadanos experimenten la dependencia de otros, puedan forjar su carácter y aprendan a involucrarse en los asuntos comunes. Se trata de una “política de subsidiariedad modernizada”, un esfuerzo por “situar el poder, la autoridad y la relevancia lo más cerca posible del nivel de la comunidad interpersonal”. Levin no piensa en un localismo cerrado ni en comunidades replegadas sobre sí mismas y desconectadas de lo nacional: su apuesta es por culturas locales que abran a los ciudadanos a niveles políticos más amplios y que favorezcan la formación de ciertas disposiciones personales que les permitan atender a lo común. En otras palabras, el autor de The Fractured Republic no ve esas subculturas locales “como alternativas a una cultura nacional saludable, sino como prerrequisitos para ella”. El énfasis político en esas configuraciones sociales no implicaría entonces una suerte de privatización de la vida social; se trataría, más bien, de una vía de recuperación de lo público, de una construcción desde sus mismas raíces que se proyecta más allá de esos espacios primarios.

En este marco, para el autor la tarea política del mundo conservador —su propio mundo— exige alejarse de una postura defensiva que pone un énfasis excesivo en cuestiones controvertidas en la discusión pública, por más que presionen en esa dirección ciertas transformaciones culturales. Por sobre los discursos apologéticos, para Levin la prioridad debiera estar en encarnar un modo alternativo y atrayente de vivir, en ofrecer una visión de otra forma de vida moderna que abra camino práctico a esos ideales. Las comunidades vivas que puedan surgir en ese contexto —grupos de ciudadanos, escuelas donde se forma el carácter, constelaciones de familias con compresiones culturales afines, etc.— no serían un puro refugio, un modo de distanciarse pasivamente de la sociedad dispersa y fracturada, sino una manera específica de actuar en ella: una forma de testimonio y también de rebelión, el germen de una transformación lenta y eficaz desde dentro de la sociedad misma. El énfasis político en configuraciones sociales que encarnen un cierto ethos no sustituiría la necesidad de dar cuenta razonada de las propias convicciones en la esfera pública, pero otorgaría prioridad a la vida por sobre el discurso, a la realidad de ciertas formas de sociabilidad a pequeña escala capaces de dotar al mismo discurso de una riqueza alejada de cualquier caricatura.

Pese al uso abundante y a ratos simplista de etiquetas como “conservador”, “progresista”, “tradicionalista” o “liberal”, el libro de Levin se esfuerza por tomarse en serio los puntos ciegos de la política estadounidense contemporánea que, a su juicio, suele pasar por alto el proceso de hiperindividualización sufrido en el último medio siglo y sus consecuencias políticas y sociales. Desde una perspectiva fuertemente tocquevilliana, el autor atiende no tanto a la polarización del debate público, sino sobre todo a esa fractura social subyacente, invisible para las élites políticas. Asimismo, propone abordar ese abismo sin nostalgias paralizantes, apostando por el camino largo: revitalizar la participación y el compromiso ciudadano en las capas medias de la sociedad. Mientras la falta de consenso entre distintos sectores dominantes no es novedad en política, el fenómeno nuevo sería la atomización radicalizada que deja a los individuos a la deriva en un mundo de masas sin arraigo, en una situación de desapego respecto de comunidades locales que difícilmente podría evitar la desafección en otros niveles. Levin es consciente de que fomentar la vitalidad de instituciones interpersonales mediadoras que permitan la integración de los ciudadanos a la comunidad nacional es algo que difícilmente se consigue de modo directo con políticas públicas. Sin embargo, piensa que estas últimas sí pueden causar menos daño y dejar así espacio para la formación de esas comunidades al proteger el terreno donde puedan arraigar y crecer. Desde su perspectiva, los gobiernos locales en Estados Unidos y gran parte de las organizaciones sin fines de lucro de ese país se han convertido de modo creciente en meros agentes federales (especialmente en materia de salud, bienestar y, en buena medida, educación).

Y esto, lejos de ser una devolución del poder a las esferas menores, sería simplemente otra forma de ejercicio de ese poder centralizado mediante contratos y mandatos. Para Levin, lo anterior no es subsidiariedad, sino todo lo contrario: una forma de contractualismo vertical que nada tiene que ver con el auténtico reconocimiento de modos de vida e iniciativas que merecen ser cuidados y alentados. Además de ser una interesante radiografía de los problemas que atraviesa Estados Unidos, The Fractured Republic ofrece pistas para enfrentar nuestra propia fractura, que quizás no está lejos de la atomización descrita por Levin ni, por tanto, de la necesidad de priorizar las condiciones de posibilidad de ciertas formas de sociabilidad local por sobre consignas abstractas. También la política chilena ganaría con una mayor atención a esa pluralidad de instituciones interpersonales donde los individuos aprenden a ser personas y a implicarse activamente con otros, en lugar de continuar apegada de modo nostálgico a visiones más o menos arbitrarias sobre la identidad, el Estado o el mercado. Esa vuelta a lo vivido por sobre la abstracción, el respeto por un ámbito que no es posible producir, sino solo cultivar es, de algún modo, lo que intenta captar la noción de subsidiariedad. Más allá de su estigma en nuestra discusión pública y del desafío de sus traducciones prácticas, es posible que se encuentre más cerca de la experiencia vivida —y con ello, de la dignidad— de lo que muchas veces imaginamos.



Por qué los conservadores odiaban a Trump

Noam Titelman

Sobre The Fractured Republic: Renewing America’s Social Contract in the Age of Individualism, de Yuval Levin (Basic Books, 2016).


The Fractured Republic, de Yuval Levin, es un ensayo sobre la realidad política y social de Estados Unidos. Desde una perspectiva marcadamente conservadora y, a la vez, reflexiva y autocrítica, Levin describe las dificultades que estaría atravesando la sociedad estadounidense a comienzos del siglo XXI. En particular, el autor detecta una paralizante nostalgia —de parte de progresistas y conservadores— como la causa del estancamiento político y de la decadencia social. La principal expresión de este entuerto sería una creciente centralización administrativa y un individualismo exacerbado que combina colectivismo y fragmentación.

A juicio del autor, las nostalgias que no le permiten a la política estadounidense hacer frente a los desafíos sociales se resumen en dos. Por un lado, los demócratas aspirarían a una vuelta al modelo de Estado de bienestar de los años de la “Gran Sociedad”, de 1965. Los republicanos, en cambio, añorarían esta época por sus aspectos culturales y morales, a la vez que la “revolución” económica y antiestatal de Reagan de 1981. Citando a Peter Augustine, el autor explica cómo todo análisis social y político termina, de algún modo, desplegando una forma de “nostalgia selectiva”. En este sentido, quizás uno de los elementos más provocadores del libro es su afirmación de que el conservadurismo debería alejarse de una nostalgia tradicionalista, definida únicamente como una concepción negativa del presente, y volcarse hacia un proyecto positivo de futuro. Específicamente, su propuesta es la de una pluralidad de comunidades intermedias que no se oponga a la identidad nacional, sino que reconozca el fin de la era de las grandes consolidaciones a través de estas instituciones intermedias. Aunque el texto no hace un listado exhaustivo de estas comunidades, deja en claro que las más importantes serían la familia y las comunidades religiosas.

Sin embargo, este diagnóstico ingenioso y complejo sobre las nostalgias estadounidenses, junto con el provocador llamado a repensar el conservadurismo, se resuelve hacia el final con una receta decepcionantemente esperable: menos Estado federal y más religión. Fiel a la tradición conservadora estadounidense, el autor de The Fractured Republic se muestra convencido de que la corrupción proviene del pantano de Washington y de la secularización. La verdad es que, llegada la hora de la propuesta, queda en el lector la sensación de haberse embarcado en una sesuda expedición para entender los recovecos del pensamiento conservador y progresista, solo para terminar en el mismo punto de partida. Esa limitación es particularmente llamativa porque, incluso dentro del mundo con- servador, podrían haber alternativas a las recetas expuestas.

Es notorio que, a diferencia de sus pares europeos, los sindicatos casi ni se mencionen en su defensa de los cuerpos intermedios. Al mismo tiempo, es llamativo que Levin vea en la oposición republicana al Affordable Care Act (conocido como “Obamacare”) un ejemplo de política exitosamente abierta a las demandas ciudadanas. La desconfianza visceral hacia el Estado de bienestar es algo que distingue a los conservadores estadounidenses de sus pares europeos. Más aún, la propuesta implementada en la época de Obama estaba muy lejos del centralismo estatal que suele caracterizar a los sistemas de bienestar europeos, pues incluye al sector privado y privilegia una administración descentralizada. Es, en cierta medida, una propuesta que nace de un acuerdo bipartidista no explícito y que recoge muchos de los elementos planteados por el mundo conservador (algunos han llamado al "Obamacare" el “Obama-Romney-McCain Health Plan). La desconfianza radical hacia las instituciones del Estado de bienestar, presente en el ensayo, no permite siquiera imaginar una sociedad en que se garanticen algunos mínimos económicos. Aun así, una sociedad en la que el penúltimo de la fila se ve obligado a pelear con el último difícilmente podrá evitar la alienación y las pulsiones de identidad negativa. Lo que los conservadores del otro lado del Atlántico llaman una “sociedad decente” no es solo una donde existen capas intermedias vigorosas, sino también una en la que, precisamente, las relaciones humanas pueden darse fuera de la lógica transaccional, porque hay ciertos mínimos garantizados.

Sin embargo, más allá de la debilidad de las propuestas, el diagnóstico sobre la nostalgia es suficientemente interesante para sostenerse por sí solo. Vale decir, en Estados Unidos existiría un malestar que es resultado del agotamiento de una tendencia centralizadora de poder, combinada con un individualismo extremo, pero la política es incapaz de reaccionar porque está enferma de un exceso de nostalgia. Además, esto implicaría que cualquier proyecto político debe partir por aceptar como un hecho de la causa que el país está fragmentado.

Es interesante la relectura de este libro y su diagnóstico hoy. Este es un texto claramente situado en las disputas del Estados Unidos bajo la presidencia de Barack Obama. De hecho, fue lanzado antes de la primera elección de Donald Trump y, para la segunda edición en papel, el autor agregó un epílogo que aborda precisamente la elección del outsider Trump. La elección del presidente republicano, que hizo suyo el lema más nostálgico y exitoso de la época reciente, “Make America Great Again”, ciertamente se conecta con el diagnóstico de Levin. Es más, The New York Times llegó a afirmar que este libro permitía entender por qué, al menos a comienzos de su primer mandato, “los intelectuales conservadores detestan a Trump”.

Sería difícil imaginar que un libro como The Fractured Republic reciba, de parte del Partido Re- publicano actual, una aceptación como la que tuvo en su momento de publicación. El control absoluto de Trump sobre aquella organización ha apagado buena parte de las visiones críticas al presidente dentro del partido. De algún modo, la elección de Trump confirma varios de los planteamientos del diagnóstico de Levin y, a su vez, niega sus propuestas. Como lo explica el autor en su epílogo para la segunda edición, redactado tras la victoria de Trump, la elección de la estrella del mundo de los realities demostraría que la tienda republicana se está volviendo menos conservadora y, a la vez, que las dificultades descritas requieren respuestas todavía más urgentes. Específicamente, Levin advierte contra una frustración creciente que se ha traducido en una pulsión negativa de combatir contra algo (lo que muchos llamaríamos identidad partidaria negativa), en lugar de construir algo nuevo. El autor de The Fractured Republic va más allá, afirmando que las elecciones ganadas por Trump reflejan que la “alienación” se ha vuelto una fuerza poderosa en la política estadounidense.

Quizás más importante que preguntarse si Levin predijo o no la irrupción de una figura como Trump, resulta interesante releer el texto a la luz de los recientes movimientos del Partido Republicano para entender por qué este tomó un camino tan diferente al que proponía el intelectual conservador. Trump, sobre todo en su segundo gobierno, constituye la máxima expresión tanto de la centralización del poder administrativo a nivel federal —la llamada “doctrina unitaria”, defendida por su círculo de confianza, afirma precisamente que todo el poder debiese estar concentrado en el presidente— como de un individualismo teñido de admiración por la brutalidad y desprecio hacia los más débiles.

La llegada de Trump pone en entredicho una de las tesis de Levin, que imaginaba en la incidencia de las bases sociales (los grass roots) la posibilidad de sacar a las élites políticas de su marasmo y empujarlas a un camino que supere la nostalgia paralizante. Por el contrario, Trump ha logrado, mediante un discurso extremadamente nostálgico, imponer la voz de estas bases por sobre las tradicionales élites republicanas, y el resultado ha sido profundizar las tendencias descritas de centralización e individualización. Como lo reconoce el propio autor al final de su epílogo, este libro era ciego a una parte del riesgo, incluso cuando buscaba advertir sobre ello.

Por último, resulta interesante ver cómo al menos una parte del pensamiento conservador terminó comulgando con estas tendencias que Levin advertía. Entre las múltiples alabanzas al libro, incluidas en su segunda edición, aparece la de un tal

J. D. Vance en The Wall Street Journal, quien destaca el valor de la propuesta de Levin y se pregunta si los líderes del Partido Republicano sabrán seguir su “sabio consejo”; un J. D. Vance que en aquella época se declaraba un ferviente opositor al presidente Trump, y que hoy es nada menos que su vicepresidente. Bien vale la pena volver a leer The Fractured Republic para intentar entender, entre muchas otras cosas, este cambio radical.