Columna publicada el domingo 21 de julio de 2024 por La Tercera.

El uso de drogas para alterar el estado físico o mental con fines distintos a los medicinales ha sido parte de casi todas las civilizaciones y culturas. Nuestros estimulantes legales, como el café, el té, el tabaco o el chocolate, además del ubicuo alcohol, así como las drogas que prohibimos, cuentan parte central de nuestra historia. El esfuerzo por comprender una sociedad debe siempre incluir una adecuada investigación respecto a sus drogas predilectas y sus usos: dime lo que consumes y te diré quién eres.

Prohibir el comercio y el consumo de drogas altamente populares, aunque sea justificable con muy buenas razones, resulta necesariamente en mercados negros. Un traficante es un empresario del crimen que no cuenta con regulación ni protección del Estado para llevar adelante su giro. Él mismo debe luchar por construir, controlar y proteger líneas de producción y distribución. El tráfico de armas y drogas van de la mano puesto que normalmente defender el negocio de las segundas implica proveerse de las primeras. La corrupción de agentes privados y estatales, en tanto, le permite asegurar tratos favorables y, a veces, protección del aparato judicial y policial. Finalmente, la necesidad de lavar el dinero ganado lo introduce en el mundo empresarial y financiero, donde también ejerce una influencia corruptiva.

Toda economía abierta, como la chilena, depende de la velocidad de la circulación de personas, objetos y dinero a través de su territorio. Combatir el tráfico de drogas, por lo mismo, resulta especialmente oneroso, pues entorpece todas las demás operaciones. Luego, el enfoque de la “guerra contra las drogas” centrado en perseguir el producto, aunque sea necesario, es un partido que parece siempre perdido. Los países desarrollados que son destino predilecto de la droga a nivel mundial lo reflejan: Holanda, España, Estados Unidos y el Reino Unido pasan cada año toneladas de drogas ilegales por sus puertos, y nunca se han siquiera planteado una política de “tolerancia cero” en el control de los containers. Pretender hacerlo dañaría irreversiblemente sus economías.

Perseguir el producto en la medida de lo posible, así, resulta un esfuerzo necesario (por razones de castigo ejemplar y traspaso de riesgos al traficante) pero bastante limitado. Lo mismo ocurre con perseguir consumidores o atacar la parte más delgada del tráfico (la historia de la mayoría de las mujeres pobres presas por microtráfico desmoraliza a cualquiera). ¿Sólo queda resignarse, entonces, ante los narcos? La respuesta es no. Lo que deberíamos buscar atacar con toda la fuerza posible es su capacidad para reclutar soldados y controlar territorios. En otras palabras, el Estado puede verse obligado a una relativa tolerancia a ciertos delitos de tráfico y distribución, pero debe organizarse para intentar ser implacable en lo que respecta al monopolio de la violencia y el control de su propio territorio. Los países desarrollados con alto volumen de tráfico y consumo, pero bajos niveles de violencia por parte de bandas organizadas, muestran que lograr este objetivo es posible, en la medida en que haya un amplio consenso social y político al respecto.

Hacerlo exige una mezcla curiosa de políticas de izquierda y derecha. Hay un componente estratégico redistributivo que no sólo es económico sino geográfico: hay que desmantelar los bolsones de marginalidad y pobreza. No puede haber comunas completas, y ni siquiera cuadras enteras, habitadas por gente pobre vulnerable al reclutamiento criminal. Crecimiento económico, acceso real a educación, razonables servicios públicos, represión de la cultura narco y una política habitacional que permita al Estado y a los municipios tomar decisiones estratégicas respecto a la distribución de la población de riesgo son la clave. En vez de “la casa propia” ofrecer subsidios totales o parciales para arriendos en zonas mejores de la ciudad es un buen primer paso. Otra parte de la estrategia debe ser afilar el derecho penal del enemigo contra los narcos que intenten reclutar soldados o controlar zonas, tratándolos como combatientes enemigos.

En el control del territorio, más que en el de la droga, parece estar la clave contra el narco.