Columna publicada el lunes 12 de agosto de 2024 por La Segunda.

“Exageración”. “Histeria”. “Pánico moral”. Ese es el discurso que levantaron personas y grupos con evidente conflicto de interés apenas la periodista Sabine Drysdale publicó en la web de Radio Bío-Bío el escalofriante reportaje “Pubertad interrumpida”, dos meses atrás. Idéntica narrativa que resurgió ante el no menos escalofriante episodio de Informe Especial, exhibido por TVN el pasado jueves. El ánimo cancelatorio que ahora se expande contra Santiago Pavlovic en redes sociales es tan previsible como revelador de la mentalidad con la que operan muchas de esas personas y grupos; una mentalidad que evoca las peores prácticas de ingeniería social.

¿De qué se trata todo esto? De padres y madres que se enteran por profesores, sicólogos u orientadores que sus hijos —de 6, 9 o pocos años más— han comenzado su “transición social”. Que sus compañeros de curso ya designan a esos niños o niñas por su nuevo “nombre social”. Que por tanto deben hacer el “duelo”, porque su hijo o hija “ya no está”. Que si se oponen al proceso pasan a ser considerados padres “resistentes”. Que en ese escenario los respectivos colegios, Cesfam u otras entidades deberán tomar medidas ante la “vulneración de derechos” en cuestión. Y así los testimonios se multiplican, a lo largo y ancho del país. 

Son casos concretos, con nombre y apellido, incluyendo padres judicializados y otros que son alejados de sus hijos contra su voluntad. ¿Exageración, histeria, pánico moral? ¿O más bien experiencias acreditadas que revelan un complejo entramado de burocracia estatal y “especialistas” que atropellan un derecho humano básico? Porque —es increíble que haya que recordarlo— el derecho preferente para criar y educar no es del Estado, de las áreas de convivencia escolar ni de determinados profesionales de la salud (muchos de los cuales además lucran con todo esto). Es de los padres.

La comisión investigadora transversal de la Cámara de Diputados da más esperanza que la desequilibrada comisión ad hoc del gobierno. Pero el fenómeno es de tal gravedad y contraría a tal punto el sentido común que tarde o temprano Chile iniciará el mismo camino de Reino Unido, donde luego del Informe Cass la política estatal británica ha sido revisada por completo. Y en el intertanto, ningún actor público relevante podrá permanecer indiferente. Los candidatos presidenciales de oposición deberán pronunciarse y no les será posible limitarse a repetir palabras de buena crianza. Y las izquierdas deberán indagar por qué —salvo excepciones como Natalia Piergentili— transitan entre la complicidad y el silencio. ¿Cómo callar ante una nueva y brutal experiencia de abuso con aroma totalitario y cuyas principales víctimas son personas de bajos recursos?