Columna publicada el viernes 12 de julio de 2024 en El Mercurio.

La crisis demográfica ha puesto en jaque al mundo. El sostenido descenso de la fertilidad en las últimas décadas ha movilizado a numerosos gobiernos, con diversos regímenes y signos políticos, a intentar revertir esta tendencia. Sin embargo, las políticas implementadas no han logrado su objetivo. Y no es de extrañar: se trata de un fenómeno de tal envergadura y complejidad que difícilmente puede abordarse a través de medidas que solo apuntan a una variable, y probablemente no la más decisiva.

En efecto, la mayoría de las políticas públicas asumen que la decisión de no tener hijos responde fundamentalmente a un asunto económico –el alto costo de la vida– e intentan resolverlo mediante ayudas de ese tipo. No obstante, si bien es un factor relevante, y beneficios de ese orden pueden aliviar enormemente a muchas familias (por lo que conviene mantenerlas), los datos muestran que países ricos con ingresos altos y con estados de bienestar fuertes son los que presentan tasas de fertilidad más bajas. Al mismo tiempo, los grupos con nivel socioeconómico alto suelen tener menos hijos que aquellos en peor situación.

Así, los motivos que explican el grave descenso del número de niños, aunque múltiples, parecen tener un fuerte componente cultural. Estamos ante un cambio revolucionario: por primera vez en la historia, tener hijos es una elección, entre muchas otras, y ya no una parte inherente de la vida adulta. En ese sentido, se trata (o así suele interpretarse) de una elección que supone un “costo de oportunidad”, pues compite con otras aspiraciones. Dicho costo hoy se ha vuelto aún más alto, sobre todo para las mujeres que ahora pueden participar en espacios antes vedados para ellas. Han cambiado nuestras valoraciones y eso se refleja en nuestras elecciones. Pareciera que hoy tenemos hijos después de decidir, luego de mucha deliberación y cálculo, que dicha opción asegura —o al menos no perjudica— la consecución de otros objetivos que se consideran esenciales para una vida plena. Tal vez un primer desafío consiste entonces en reevaluar esas prioridades.

Ahora bien, esta mentalidad plantea otro desafío. Al transformarse en una elección autónoma basada en criterios individuales, tener hijos se vuelve un asunto meramente privado: cada uno debe hacerse cargo de las consecuencias de sus propias elecciones vitales, lo cual eleva el costo personal y desincentiva aún más la natalidad. Sin embargo, esta narrativa ignora que tener descendencia, aunque es una decisión íntima, tiene inestimables consecuencias sociales. Por tanto, si bien nadie puede (ni debe) ser forzado a tener hijos, la parentalidad puede ser estimulada si se cuenta con el apoyo comunitario (familiar, barrial, empresarial, institucional, etc.) necesario. Como bien reza el dicho, se requiere de una aldea para criar a un niño. No obstante, los padres estamos cada vez más solos.