Columna publicada el domingo 14 de julio de 2024 por El Mercurio.

En un breve capítulo de la Política, Aristóteles describe el modo en que los regímenes oligárquicos suelen engañar al pueblo. El principio es el siguiente: se trata de adoptar medidas aparentemente democráticas, pero que esconden detalles —letra chica, diríamos nosotros— que alteran su propósito inicial. Así, por ejemplo, se abre la participación a todo el pueblo, pero solo se multa a los ricos si no concurren. Así, se favorece la participación de unos (los ricos) haciendo improbable la de otros (los pobres). La apariencia es democrática, pero el régimen es de naturaleza oligárquica. En estos casos, arguye Aristóteles, el régimen pertenece a un solo bando, aunque se afirme lo contrario.

Es imposible no recordar al filósofo griego a partir del espectáculo —no alcanza a ser una discusión— que hemos presenciado en los últimos días. A partir de una (razonable) solicitud del Servel de ampliar a dos días la votación, el oficialismo tuvo la brillante idea de hacer todo lo posible por cambiar las reglas electorales a solo cuatro meses de los comicios. Y el cambio consiste precisamente en un tipo de engaño oligárquico: que el voto siga siendo obligatorio, pero sin multa. Todos sabemos qué ocurrirá en ese caso: los sectores más acomodados estarán sobrerrepresentados. Más allá de la paradoja implícita (si el voto no es obligatorio, deja de ser necesario votar en dos días), el caso es grave por varios motivos.

En primer lugar, por la señal involucrada. En Chile padecemos un serio problema con los deberes que impone la vida colectiva. En efecto, nuestras normas sociales se han ido relajando peligrosamente (en varios años, no hemos sido capaces de disminuir la evasión del transporte público). Esto debería ser un desafío central para la izquierda, pues la solidaridad a la que aspira no se impone desde arriba, sino que emerge desde una multitud de actos cotidianos. Por ejemplo, un estado de bienestar —en cualquiera de sus variantes— no puede funcionar allí donde no existe ninguna disposición a contribuir al bien colectivo. Si acaso es cierto que la sociedad requiere estructuras de solidaridad, ellas suponen deberes, en todos los niveles. El más elemental es el voto. Renunciar a su carácter obligatorio equivale a consagrar una noción degradada de ciudadanía, análoga a la del consumidor. Si no somos capaces de transmitir que la democracia impone deberes, que se trata de un régimen exigente, pues bien, no nos quejemos después si todo termina cayendo a pedazos.

En segundo lugar, hemos sido testigos de un oportunismo pornográfico. No es necesario haber leído toda la obra de Maquiavelo para saber que en política abunda el cálculo estratégico. De hecho, el problema no es que haya más o menos cálculos mezquinos, el problema es cuando todo se vuelve cálculo. En esta materia, debe decirse que el Frente Amplio ha sido muy veloz: si hace pocos años anunciaban que venían a salvarnos de los vicios de la vieja política, se han transformado en la peor versión de la cocina que tanto criticaban. No tienen principios ni convicciones, sino solo intereses; dicen gobernar para el pueblo, pero lo quieren alejar al máximo; querían cambiar el mundo, y hoy solo les inquieta conservar una cuota de poder en el próximo ciclo electoral. Nunca nadie había llegado tan rápido al poder, pero nunca nadie había envejecido tan pronto, y tan mal. El Frente Amplio se ha convertido en un grupo oligárquico más.

Hay un tercer punto delicado, que guarda relación con los extranjeros. Es un dato de la causa que Chile tiene una de las legislaciones menos restrictivas del mundo en la atribución de derechos electorales, y parece razonable examinar la cuestión. Sin embargo, no es prudente que esa reflexión se realice tan cerca de los comicios. Menos aun tratándose de elecciones municipales, que son precisamente aquellas en que nadie debería oponerse a la participación de extranjeros. En todo caso, esto vuelve a demostrar el oportunismo obsceno ya no solo del Frente Amplio, sino de toda la izquierda, incluyendo al Gobierno: soy partidario de los derechos de los migrantes siempre y cuando voten por mí.

Es imposible pensar que nuestra democracia tiene algún futuro si estos son los términos del debate. Toda deliberación requiere de un mínimo de honestidad por parte de los interlocutores, en ausencia de la cual el diálogo es inviable. Para decirlo brevemente: muchos de nuestros representantes parecen esforzarse al máximo por horadar la escuálida confianza que aún sostiene al sistema. Mañana gritarán, con todas sus fuerzas, que hay que detener a los extremos, que hay que desconfiar del populismo, que viene el cuco, pero no deberíamos olvidar que su comportamiento habrá sido causa directa de las crisis que se incuban.

Aristóteles advierte, al examinar las oligarquías, que su gran defecto es la falta de legitimidad: resulta difícil gobernar sin el consentimiento de la mayoría. El argumento permite comprender el problema que, a estas alturas, aqueja a todo el oficialismo: olvidaron la profundidad de la crisis. Quizás les convendría leer a Aristóteles, pero dudo que sea de provecho: cuando solo hay intereses en juego, nada valen los argumentos. Al fin y al cabo, es sabido que los oligarcas solo oyen lo que quieren oír.