Columna publicada el sábado 15 de junio de 2024 por El Mercurio.

Durante las últimas semanas se ha instalado en el centro del debate público la pregunta por la terapia afirmativa para niños y adolescentes identificados como trans, y las disputas han girado principalmente en torno a la precariedad de su respaldo científico. Aunque dudas sobre ese respaldo han estado presentes por largo tiempo, ha sido la reciente publicación del Informe Cass en el Reino Unido lo que ha permitido traer esa discusión al centro de la agenda pública.

Pero por relevante que sea la controversia sobre la validación científica, no podemos engañarnos con la idea de que la cuestión se agota en ese plano. Si la terapia afirmativa ha gozado de amplia y espontánea aceptación, es porque durante las últimas décadas una mirada afirmativa se ha imaginado como la respuesta adecuada en cada una de las discusiones relevantes sobre la diferencia. En la literatura sobre el pluralismo, por ejemplo, se imaginó por largo tiempo que la tolerancia podía ser dejada atrás en nombre de disposiciones afirmativas. No solo tenemos terapia afirmativa, sino una sociedad afirmativa. En esa dirección apuntaba ya Goethe, con su célebre idea de que la tolerancia es una actitud pasajera que debe quedar atrás y dar paso al reconocimiento.

Las múltiples ramificaciones de esa mirada pueden ilustrarse por la experiencia aún cercana de nuestro primer proceso constituyente y su aproximación a los pueblos indígenas. Ahí se pretendió que el reconocimiento se extendiera no solo a la cultura, sino también a las visiones de mundo (arts. 11 y 34). El problema de esa mirada salta a la vista. Las culturas pueden merecer reconocimiento, pero las visiones de mundo —nuestras filosofías, visiones políticas, orientaciones vitales— merecen respuestas muy distintas: merecen examen, cuestionamiento, disputa, y tolerancia en medio de esas prácticas.

El hecho de que en lugar de eso se pretendiera cubrir todo con la práctica afirmativa del reconocimiento mostraba en este caso un severo empobrecimiento, una reducción de toda la vida a su dimensión cultural, una incapacidad de desplegar respuestas complejas a una realidad que es ella misma multidimensional. Y como notábamos, se trata de una aproximación que ha prevalecido por décadas en las múltiples aristas de la discusión sobre el pluralismo. Se imaginaba que una sociedad plural sería una sociedad con menos conflicto, en que la simple afirmación del otro en todas sus dimensiones fuera respuesta adecuada y suficiente. Pero el nuestro es, una vez más, un mundo de conflicto, y esta aproximación puramente afirmativa con toda razón ha entrado en crisis.

Esa crisis no sugiere que convenga ahora borrar del mundo toda aproximación afirmativa o toda práctica de reconocimiento. En la reciente discusión sobre la transexualidad se ha vuelto, por el contrario, visible el positivo efecto de un tipo fundamental de hospitalidad: la de padres que dan un giro radical al tiempo que pasan con sus hijos y que en ese contexto —hospitalario, pero muy distinto del ambiente puramente afirmativo de las redes sociales— les dan tiempo para madurar en su autoconocimiento.

La vital afirmación del valor de las personas que vemos desplegada ahí muestra del mejor modo esa combinación única que hoy necesitamos: una afirmación incondicional del otro, que al mismo tiempo es compatible con las disposiciones del examen y de la discusión. No es, como a veces se sugiere, que tal discusión borre a las personas identificadas como trans. Después de todo, tal como podemos estar equivocados en nuestra visión de mundo, podemos estarlo en nuestra autocomprensión. Esa autocomprensión no puede ser revisada por quien está siendo hostigado con críticas o burlas, pero tampoco por quien solo recibe del resto el eco y confirmación de su autopercepción.

Como esto indica, las prácticas hoy en discusión requieren no solo una evaluación en el plano de sus limitaciones científicas, sino también en lo que se refiere a sus (frecuentemente inconscientes) raíces filosóficas. Es esta la cuestión de fondo que se nos plantea hoy. Se nos plantea a todos, porque la nuestra, como ya lo viera Philip Rieff, es una sociedad terapéutica. Y se nos plantea de modo radical, porque una inadecuada comprensión de la compasión puede, como hemos visto, terminar generando daño irreversible en aquellos cuyo valor se quiere afirmar.