Columna publicada el miércoles 29 de mayo de 2024 por El Líbero.

El pasado viernes las autoridades de la Universidad de Chile tomaron la decisión de mantener vigentes sus convenios con las universidades de Israel, una cuestión que otros planteles –en Chile y el mundo– también se han visto presionados a abordar. Y la cuestión no está cerrada, pues el horrible ataque que tuvo lugar en Rafah el domingo de seguro volverá más enérgica la presión en esa dirección. Vale la pena, entonces, sopesar una vez más lo que está en disputa, por limitada que sea la luz que arroje sobre el resto del conflicto y sus aspectos más trágicos.

¿Por qué responder a esta pregunta del modo en que lo hizo la Universidad de Chile? Se han dado muchos argumentos. Algunos han señalado lo equivocado que parece castigar a la sociedad civil por los actos de sus gobiernos. Otros subrayan lo singular que es el espacio de la universidad, en que el diálogo no se suspende por las calamidades que la rodean. Por último, están quienes añaden que, gracias a lo anterior, las universidades suelen ser espacios de resistencia. A esto se añade, obviamente, la pregunta por la ecuanimidad del estándar usado. Después de todo, muchas universidades mantienen sus convenios con sus pares de Rusia, a pesar de que su guerra de agresión contra Ucrania no responde a actos como los perpetrados por Hamas el 7 de octubre; otro tanto mantiene convenios con las de China, a pesar del millón de uigures mantenidos en campos de concentración (por nombrar un frente entre varios). Esta lista podría desde luego expandirse, pero parece suficiente para mostrar cuán distinto sería el estándar aplicado en este caso si se decidiera romper relaciones.

Pero aunque uno resulte convencido por estas razones, puede vislumbrar por qué no resultan argumentos satisfactorios para quienes han impulsado dicha agenda de ruptura. ¿Nos enorgullecería, de modo retrospectivo, haber roto relaciones con las universidades de la Alemania nazi? Es bastante posible. Y en cualquier caso parecería algo frívolo discutir si acaso con eso se perdió un valioso intercambio académico. Quienes miran las cosas así tienen una inquietud legítima: debe haber algún horror que relativice todas las disquisiciones sobre la autonomía universitaria (o sobre lo que fuere). ¿No muestran las imágenes de Rafah ese tipo de horror? En ese caso, parece inhumano enredarse en discusiones sobre la complejidad moral de la guerra.

Este básico y humano instinto no es, sin embargo, todo lo que la realidad exige de nosotros. Quien no solo se horroriza, sino que además piensa cómo responder (aunque fuere en algo tan menor como la ruptura de relaciones académicas), no puede sino clasificar los horrores o lanzarse a un ejercicio de discernimiento, por frío que parezca ese acto. Y puestos a hacer eso, la verdad es que de ningún modo se siguen –o al menos no de modo evidente– las conclusiones a las que nos están empujando. Salvo con afán de provocación, después de todo, nadie puede levantar en serio los paralelos con el nacionalsocialismo. Y si Israel no representa un mal de tipo único, como se pretende, todas nuestras preguntas iniciales sobre el doble estándar vuelven, de hecho, a la mesa. La realidad específica de este conflicto, con Hamas incrustado en medio de la población civil a la que usa como escudo, reclama a su vez atención. En medio de eso hay, claro está, horrores que escapan a toda justificación. “Ni aun en la guerra contra los turcos es lícito matar a los niños”, por decirlo con Francisco de Vitoria. Pero si la discusión se va a situar en el plano al que ha sido conducida, la denuncia de esos actos sigue obligando a juicios diferenciados, algunos firmes y otros llenos de dudas. Mantener esa capacidad, por cierto, es harto más importante que el destino de unos convenios universitarios.