Columna publicada el domingo 19 de mayo de 2024 por El Mercurio.

El gobierno anunció esta semana que presentará, dentro de los próximos meses, un proyecto para cumplir la promesa relativa a la condonación del CAE. La decisión encuentra su primera explicación en la necesidad de entregar señales robustas al público oficialista que, por momentos, parece decepcionado del curso tomado por la actual administración. Después de todo, se trata de una bandera que la generación gobernante enarbola desde sus tiempos universitarios. Supongo que mantener viva esta demanda histórica les permite a muchos dormir en paz: nos hemos traicionado a nosotros mismos, pero no tanto. Al menos en un tema, seguimos fieles a nuestra identidad.

Con todo, esa explicación no agota la cuestión. De hecho, es interesante notar que ningún ministro ha hablado en forma precisa de condonación y, de hecho, tienden a evitar el uso del término. Así, Mario Marcel aludió al “compromiso de presentar una propuesta”, mientras que Nicolás Cataldo habló de un “debate respecto de la resolución de un nuevo sistema de financiamiento”. Sin embargo, los secretarios de estado tampoco se han dado la molestia de aclarar que no habrá condonación, y prefieren mantener la ambigüedad. La prudencia tiene un motivo: la promesa fue condonar, pero no hay dinero. El gobierno intenta entonces mantener la expectativa sin pronunciar la bendita palabra, suponiendo —ingenuamente— que esa gimnasia los dejará liberados de responsabilidad (cabe recordar que el programa del presidente anunciaba la “condonación universal de las deudas estudiantiles”, p. 135). La inflexión en el lenguaje, como suele ocurrir, es reveladora del fondo del problema. El candidato Gabriel Boric realizó una promesa imposible de cumplir, y hoy la realidad le obliga a morigerar las expectativas que él mismo sembró, pero sin atreverse a ir hasta el final.

Como fuere, esta cuestión refleja a la perfección todos y cada uno de los equívocos que tienen atascado al gobierno. Durante la campaña, se hizo uso y abuso de la promesa de condonar, que simbolizaba una retórica nada de inocente. Comprometerse a extinguir las deudas —sin condiciones, sin reflexión y sin mediación— puede funcionar bien en una asamblea universitaria, pero es reflejo de una falta alarmante de seriedad. En rigor, es una forma rústica de demagogia, pues implica adular a la masa, decir lo que ésta quiere escuchar. Tal era la actitud del FA mientras perseguía incansablemente el poder: todo era fácil, simple y rápido. En el fondo, sus dirigentes repetían día a día: los derechos son más importantes que los deberes, las deudas no constituyen una obligación, no se moleste en honrar sus compromisos. Al mismo tiempo, les decía a quienes sí habían pagado religiosamente que habían tomado una decisión bastante estúpida. No se percataron de que ese discurso horadaba los fundamentos de su proyecto, pues la vida social supone exigencias. En efecto, es imposible construir algo así como un Estado de bienestar si no se ha cultivado antes en los ciudadanos la disposición a contribuir; o, al menos, a retribuir lo recibido. Por lo demás, esta actitud no fue aislada: ¡la izquierda se negó rabiosamente a cobrar impuestos al primer retiro de fondo de pensiones! Esto permite notar cuán irresponsable es la ambigüedad: cada vez que se agita la bandera de la condonación, disminuye lógicamente el pago de los deudores, lo que aumenta el tamaño del problema.

Desde luego, nada de lo afirmado niega que pueda ser necesario corregir algunos aspectos del CAE, o incluso reformularlo de modo significativo. Pero el campo semántico de esas medidas es muy distinto a la retórica campañera. Se trata de rectificar, ajustar, enmendar, focalizar, pero ninguna de esas palabras guarda la menor relación con la condonación. Esa es la trampa mortal. El problema admitiría una salida si el gobierno tuviera el coraje de renunciar explícitamente a la condonación, o bien el coraje de mantener su promesa. Como no posee la osadía de lo uno ni lo otro, queda en un limbo que estrecha dramáticamente su horizonte de acción. El costo de la operación es elevado. Por un lado, el oficialismo recibirá críticas por tibio (a pesar de la palabrería, la promesa no será cumplida). Por otro lado, y por más acotada que sea la condonación, el gobierno también recibirá justificadas críticas por priorizar una cuestión que no es urgente, en desmedro de la educación escolar y la primera infancia. Dicho de otro modo, pagará el costo de ambas alternativas, sin recibir el beneficio de ninguna de ellas: ¿Dónde está el piloto?

El entorno del mandatario suele quejarse por la mala disposición que, según ellos, muestra la oposición respecto de los cambios de opinión presidenciales. Si no rectifica, lo critican; si rectifica, no le creen. Según esta lógica, sería necesario darle al presidente más aire y mayor espacio para virar. La afirmación tiene algo de cierto, y es difícil negar que la oposición ha carecido de lucidez. Sin embargo, el principal enemigo del presidente no es la oposición, ni sus partidarios decepcionados. El principal enemigo del presidente es él mismo, que nunca ha querido liberarse de sus propias trampas retóricas. No puede condonar, pero tampoco está dispuesto a renunciar a la condonación. En política, las palabras importan, y mucho: el presidente es prisionero de su lenguaje. Y, por más que le pese, es el único responsable.